miércoles, 24 de noviembre de 2010

GOYESCOS


José de Moya, vecino de Jaén declaró, ante escribano, lo que sigue: el 25 de noviembre de 1768 ”en que se celebro la festividad de Sancta Catalina, patrona desta dicha ciudad, como entre cuatro y zinco de la mañana, yendo el otorgante acompañado de otros amigos hazia el convento de señor Santo Domingo, junto a el de Santa Úrsula [...] unos soldados del castillo de esta ciudad, que no conozio, tubieron cierta desazon y quimera con unos paisanos por haberlos estos estrechado, segun a oido decir, queriendoles quitar a dichos soldados una guitarra que llevaban y aberlos apedreado”. Fueron los soldados, muy airados, tras los paisanos “en su seguimiento y discurriendo ser el otorgante uno de ellos con un sable le dieron heridas en diferente sitio”.

El desventurado José de Moya se vio metido en una confusión de la que resultó maltrecho. O eso decía él, vayan ustedes a saber. No eran excepcionales estos episodios en las calles del Jaén de aquel tiempo. Además es cosa segura que cuando había pesadumbres entre soldados y jaques, y más con una guitarra por medio, solían ocurrir estos sucesos. Quizás habían trasegado unos y otros, con menos templanza de lo debido, buenos azumbres del de dos orejas.

Llegó la noticia al marqués de Acapulco que, como teniente de la Compañía del Castillo que era, mandó aherrojar a los soldados y, consta en la escritura, “les tiene presos en la fortaleza y torre que llaman de San Agustín con el mayor rigor”. Hubo sus más y sus menos hasta que el herido “como católico christiano, queriendo ymitar a Nuestro Redentor Jesucristo y Doctrina que nos enseño en el patíbulo de la Santa Cruz” perdonó a los soldados aunque éstos debían pagar los jornales perdidos y los gastos de médico y botica.

Con las primeras luces en los claustros de Santo Domingo y de Santa Úrsula se comentaría tan desastrada madrugada.

Ilustración: el Castillo de Jaén en una toma antigua. Boletín de la Real Cofradía de Santa Catalina de Alejandría, 2008, Jaén.

jueves, 18 de noviembre de 2010

ARISTÓCRATAS

Don Fernando de Torres y Portugal fue el primer conde de Villardompardo. Vivió en el reinado de Felipe II al que sirvió como virrey del Perú. Casó en dos ocasiones, la primera con doña Francisca de Carvajal y Osorio, hija del señor de la Casa de Jódar y la segunda con doña María Carrillo de Córdoba, hija del señor de Solares. Tuvo el Conde numerosos hijos. En su testamento da cuenta de algunos. Sus vidas fueron el claro reflejo de su tiempo y una muestra de lo mejor de la aristocracia de los años del Imperio. Parecen sacados de las páginas de una crónica vieja. La muerte, desdeñosa con rangos y estados, hizo lo suyo.

Cuatro estuvieron en Flandes como soldados: don Diego de Carvajal, caballero de Santiago, muerto de un arcabuzazo; don Fernando de Torres y Portugal, también caballero de Santiago al que alcanzaron con otro arcabuzazo en las piernas. Tuvo este alcotán, triste y erguido, que valerse de muletas durante el resto de sus días; otro fue don Luis de Torres y Portugal, caballero de Santiago, muerto en el asalto a Mastrique. Otro hermano más que estuvo con su persona en aquella malventurada guerra fue don Pedro de Torres y Portugal. Don Rodrigo de Torres y Portugal acompañó a Don Juan de Austria en Lepanto y allí entregó su ánima combatiendo. Don Alonso de Torres y Portugal participó en la jornada de la Isla Tercera para morir después, estragado por los trabajos de la guerra. El mayor de todos, don Jerónimo de Torres y Portugal, acompañó a su padre al Perú y participó en diferentes jornadas contra corsarios ingleses.

Estos caballeros bien podrán haber seguido una senda más regalada que, si bien eran muchos en la Casa, no habrían faltado alguna rentilla, oficio real, prebenda o juro, perpetuo o al quitar, pero cuestiones de honra les mandaron elegir las asperezas de las vigilias, los hielos de las madrugadas y los riesgos de la guerra. Y al final ir a parar a los brazos de la muerte antes de hora. Dos hermanos de los antes citados abrazaron la vida religiosa: don Gonzalo de Torres y Portugal sentó plaza en la Compañía de Jesús, una forma de ser soldado a lo divino a fin de cuentas, y don Francisco cambió el don por el fray y vistió hasta su muerte el sayal en la religión de San Francisco.

Los datos sobre la descendencia de Villardompardo están tomados del libro de Enrique Toral y Peñaranda, De la pequeña Historia de Jaén, Jaén 1996. La fotografía corresponde a las casas principales del Conde en Jaén (Crónica de la Cena Jocosa 2005, Amigos de San Antón, Jaén 2010.)



jueves, 11 de noviembre de 2010

QUAN TRABAJOSO Y PELIGROSO ES EL OFICIO DE PREDICADOR

Don Francisco Aguilar Terrones del Caño era natural de Andujar, fue obispo de Tuy y de León y vivió entre 1551 y 1613. Sabía que no era broma de muchachos el negocio de la salvación pues muchos pecadores, conmovidos por un buen sermón, podían cambiar de vida y abominar de pasadas bellaquerías. Para aconsejar a los que subían a los púlpitos escribió su Instrucción de Predicadores. No es libro ameno, a decir verdad, pero está escrito con claridad y tiene reflexiones de gran valor.

Consideraba que el predicador “a de ser de mediano aspecto” y no “monstruosamente feo, o espantable de rostro”. Desaconsejaba predicar a gritos, las acciones vehementes y descompuestas “hundiendose en el pulpito, braceando apriesa” y “jamas se an de dar cozes, ni sonar los pies en el pulpito”.

Era obligado, en lo posible, “no toser, ni escupir o limpiar el sudor en medio del sermón” y decía, no sin inocente jactancia: “yo devo de aver predicado mas de cuatrocientos, o quinientos sermones: y no devo de aver escupido en los diez de ellos”. Si los achaques obligaban a tales servidumbres era conveniente tener prevenido el pañuelo “que despues a medio predicar embaraza el sacarlo, y a veces buscarlo”.

Reflexiona Don Francisco sobre la conveniencia de predicar en ayunas que de lo contrario se podían producir situaciones apuradas. Preocupaban mucho a nuestro clérigo las malas consecuencias de sudar en exceso. No era sensato ir demasiado abrigado a pronunciar sermones. Alegaba, y para esto se valía de reputadas autoridades que mejor era no predicar en el estío y esperar al otoño “que ya se suda menos, y ay menos peligro” pues, “con el concurso de gente en tiempo caluroso, se suelen engendrar enfermedades”. Esta afirmación trae a la memoria la terrible experiencia de las epidemias de principios del siglo XVII. Al predicador “sudado y no abrigado, se le puede temer un catarro, y un costado, y aun yo e visto perlesía repentina”.

Otros achaques procedían “de dar siempre malas nuevas, reñir con todos, dezir a todos sus faltas sin respectar personas”. Compara al predicador con el perro “que si entran ladrones en casa, y no ladra, ahorcale su amo, y con razon, y si ladra danle los ladrones estocadas, o apedreanle, y vanse desta manera: si reñimos a los viciosos, o poderosos, apedreannos, cobramos enemigos, no medramos, y aun suelen desterrarnos: si no reñimos mandanos Dios ahorcar por ello, mirar que bien librados estamos”.

Y añade, además, los peligros de ser denunciados por herejía: “quantos an llevado al Santo Oficio por oyentes ignorantes,o malevolos, que aunque los den por libres, salen tiznados, y muchos mas son los que el santo Oficio no llama”. Lo sabía bien don Francisco que había sido calificador en la Inquisición de Granada. Si decidiesen los inquisidores, aseguraba, “llamar a todos los predicadores que son denunciados por oyentes ruynes, no abria ya quien predicasse” pues, concluía, “el vulgacho, es cossa rezia”. Era peor que los catarros.

Fama tuvo en vida don Francisco de decir las verdades con tanta sinceridad como aspereza. No era dado a melindres.

sábado, 6 de noviembre de 2010

EN TIEMPOS DE CARLOS II

No faltaban novedades en el Jaén del reinado de Carlos II. Un episodio que debió de tener una gran repercusión fue el ocurrido en 1681. Todo comenzó cuando el alguacil mayor don Lucas Manuel de Velasco entró en una casa a detener a unas gentes de mal vivir. Tuvo que ser don Lucas hombre dispuesto, bragado y dispuesto a dar la cara. Cuando se disponía a hacer cumplir la Justicia del Rey los jaques le dispararon un escopetazo. Fue alcanzado por cinco balas y aunque nadie daba un ochavo por su vida la salvó. Fue gracias a que el alguacil mayor llevaba sobre su pecho un relicario de Nuestro Padre Jesús Nazareno que recibió los impactos. El cristal que resguardaba la imagen quedó intacto. El hecho fue tenido por milagroso y mandó hacer información el provisor don Juan de Quiroga y Velarde. En una escritura del escribano del Número de Jaén Ramos de Ulloa se confirma la realidad de las heridas aunque no se dice nada de milagros. Así consta que el 25 de mayo de 1681 don Lucas Manuel de Velasco, “estando de presente erido y a peligro de muerte de un carabinazo que me dieron”, declaraba no poder testar al tiempo que otorgaba poderes al corregidor de Jaén, don José Francisco de Aguirre, para que sin más tardanza le preparase la sepultura, nombrándole además albacea y “por mi eredero porque así es mi voluntad”. Actuaron como testigos los cirujanos Jacinto de Arteaga, Antonio González Bazán y Cristóbal de Ureña, que podían dar cuenta de la situación del alguacil mayor que “por la gravedad de las eridas no firmó por no poder firmar y firmó a su ruego un testigo”.

Estas líneas se escriben en conmemoración del aniversario del nacimiento de Carlos II, a raíz de la feliz iniciativa del blog Reinado de Carlos II. Respecto al suceso que se narra debo decir que se publicó en parte hace ya casi cien años, en Don Lope de Sosa. Después fue recogido por José García en su obra sobre cuentos y tradiciones de Jaén. Ángel Aponte, en un artículo publicado en una de las crónicas de la Cena Jocosa, correspondiente a 2007, editada por los Amigos de San Antón de Jaén , aportó la referencia a la escritura notarial conservada en el Archivo Histórico Provincial de Jaén..

jueves, 4 de noviembre de 2010

EL ZAGUANETE DE FELIPE IV

Unos trescientos guardias custodiaban al Rey Felipe IV. No eran muchos para monarca tan poderoso. Estaban divididos en varias milicias: la Guardia Vieja, también llamada “de la lancilla” o “de la cuchilla”; una guardia española fundada en 1504; la guardia de archeros, conocida como valona o borgoñona, que vino de Flandes con Felipe el Hermoso y, finalmente, la alemana, instituida por Carlos V. Los componentes de ésta se distinguían por su elevada estatura y su carácter imperturbable. Vestían uniformes, rasgo notable en los soldados de los siglos XVI y XVII que solían ataviarse como Dios les daba a entender. De todo esto da cumplida cuenta Rodríguez Villa en su Etiqueta de la Casa de Austria. Predominaban el rojo y amarillo de la librea de la Casa de Austria dispuestos en jaquel. Eran los “soldados ajedreces” de los que hablaba Quevedo. También se conocía la Guardia española como la guardia amarilla. Aparecen, muy marciales y pisando fuerte, en algunas pinturas anónimas de la Plaza Mayor de Madrid.

Por supuesto contaban con franquicias y privilegios derivados del alto honor de velar por la persona real. Sus pagas, gajes, ayudas de costa, armas y atavíos costaban a la Real Hacienda, en la primera mitad del siglo XVII, según don Antonio Domínguez Ortiz, entre 50.000 y 60.000 ducados por año. Una suma considerable. Otra cuestión es que las libranzas se hicieran a su tiempo pues lo normal es que se cobrase mal y a destiempo dados los alcances de la bolsa del Rey.

Felipe IV era dado a ver festejos taurinos. Tras el siempre trabajoso despeje los guardias reales formaban un zaguanete bajo el palco o balcón que ocupaba el Rey Planeta. La gente, mientras tanto, alborozada por la inminente salida del toro. Después el riesgo, la ventura o la desventura de los lidiadores y, por supuesto la bravura de la res, pondrían el resto. Debían llevar los alabarderos las armas bien aparejadas pues los toros, a veces, hacían por ellos. Si bien los bichos, cerriles e imprevisibles, solían huir ante las alabardas, podían voltear como un triste dominguillo al más curtido veterano, lo que era, según los casos, cosa triste o jocosa de ver por los vecinos, colocados de varia suerte en balcones, ventanas, ventanucos, andamios, terrados y tejados cedidos o alquilados para tal fin. Si el trance no era de gravedad peor era el espectáculo y el descomedimiento que la pesadumbre de la propia costalada. Un caso memorable se dio en Dos Barrios, en tierra de Castilla y ante Felipe IV en 1624. Narra Deleito y Piñuela como se lidiaron tres toros, de los que dos desbarataron la formación de los guardias con sus picas y alabardas. Con el tercero no pudieron los caballeros en plaza. Expeditivamente, sin descomponerse en su mayestático porte, el Monarca lo abatió de un arcabuzazo. Y no hubo más.