domingo, 29 de marzo de 2015

LA SEMANA SANTA DE FERNANDO VII







Fernando VII era católico, como todos los españoles, pero sin grandes efusiones de devoción. La reina doña Josefa Amalia de Sajonia, jovencísima, recién llegada de un convento alemán, hizo todo lo posible por avivar -sin demasiados progresos- la convencional religiosidad del monarca. Muerta la Reina en 1829, con unos veintiséis años, Don Fernando afirmó rotundo:"¡no más rosarios!". Casó después con Doña María Cristina, de genio más alegre, pero el Rey no aligeró demasiado sus obligaciones religiosas. Lo demuestra su apretada agenda durante los días de Semana Santa según la Tabla de las festividades de la Real Capilla (Madrid 1832). No convenía, por lo demás, mostrar ligerezas ante apostólicos y realistas, que acusaban al Rey de tolerante en exceso y, a los que le rodeaban, de criptoliberales.

Don Fernando iniciaba la Cuaresma recibiendo la ceniza de manos de un prelado. Le acompañaban en la ceremonia Grandes, embajadores, el mayordomo mayor y el capitán de Guardias. El Domingo de Ramos el Rey participaba en la procesión de las palmas por los corredores de Palacio. Tras ésta, se oficiaba una misa cantada dedicada a la Pasión.  El Martes Santo a misa y, por la tarde, a escuchar un sermón dedicado a san Dimas, el buen ladrón. El Rey añoraría el humazo y los naipes, acompañado de su camarilla, en un clima de llano compadreo. El Miércoles Santo otra misa y por la tarde todos al oficio de Tinieblas. Previamente había esperado, a las puertas de Palacio, el paso de una procesión. Durante ese día la Capilla cantaba las lamentaciones y los capellanes de honor impartían lecciones sagradas.


El Jueves Santo el Rey asistía a misa mayor oficiada por el Nuncio de Su Santidad. Comulgaban todos los capellanes de honor, individuos eclesiásticos y niños cantores. Dentro de la Capilla Real, desfilaba otra procesión para depositar al Santísimo en el Monumento, velado por los capellanes mencionados por riguroso turno. Tras rezar vísperas y despojar los altares, otros cuatro capellanes acompañaban la Cruz al cuarto del Rey donde éste lavaba los pies de trece pobres, con la asistencia de dos prelados con roquetes. Por la tarde sermón del Mandato al que asistía Don Fernando desde la tribuna. Tras presenciar otra procesión que pasaba ante Palacio, asistía el Rey, otra vez, al oficio de Tinieblas y un religioso de San Gil edificaba a la real persona con otro sermón más  Entre pieza y pieza de oratoria sagrada, Don Fernando VII urdía maldades.


El Viernes Santo se extraía el Lignum Crucis del relicario y lo colocaba sobre el altar de la Capilla Real. El Rey presenciaba esta solemnidad desde la cortina*, desnudo el sitial y con una silla negra por ser día de luto. Se celebraban oficios de pontifical, a cargo del nuncio papal, desfilaba otra procesión más y a oír vísperas. La reliquia se llevaba, además, a la tribuna en la que estaban la Reina y otros miembros de la Realeza. Por la tarde, sermón de la Soledad, procesión ante Palacio y oficio de Tinieblas. Respecto a la procesión creo que podría tratarse de la que salía del Convento de Dominicos de Santo Tomás y recorría la Plaza Mayor, la Puerta de Guadalajara, calle de La Almudena, Palacio, Santiago, Platerías, calle Mayor, Puerta del Sol, Carretas y Atocha, antes de volver al convento. El tono de la calle no era precisamente de recogimiento pues se prohibía, con el correspondiente bando, la venta de "ramos, flores, limas, tostones ni otros comestibles"** Este ir y venir entretendría a Don Fernando que era aficionado a la majeza y a lo popular. Ahora, en las procesiones andaluzas, el ambiente no es muy distinto. Doscientos años, en el fondo, no es mucho tiempo. Y sigamos con los compromisos reales: el Sábado Santo asistía a los oficios desde la tribuna. El Domingo de Resurrección misa pontifical y, acabada la Semana Santa, se enlazaba con los oficios religiosos propios del tiempo Pascual. Si éstas eran las obligaciones piadosas de Fernando VII, imagine el lector las del Infante Don Carlos, mucho más devoto que su hermano.

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*La cortina era el dosel que estaba en el sitial o la silla del Rey, en el lado del Evangelio y cerca del presbiterio.
**Diario de Madrid, miércoles 30 de marzo de 1825.



sábado, 28 de marzo de 2015

CATORCE DE JULIO

"¡Qué atrocidades! ¡Qué de horrores! ¡Y por gente así nos interesamos alguna vez! Avergoncémonos de nuestro engaño y escarmentemos para adelante".

Esto decía el ilustrado y, años más tarde, afrancesado Juan Meléndez Valdés ante el regicidio de Luis XVI. Parecidas consideraciones tuvo Moratín que también estuvo al servicio de José Bonaparte.

(La cita aparece la obra de P.J. Ramírez, El primer naufragio (2011) que a su vez la toma de Juan Molina Cortón Repercusiones de la Revolución Francesa en España (1990).

domingo, 22 de marzo de 2015

TRES CAPITANES DE CABALLERÍA

Don José Álvarez de las Asturias-Bohórquez Goyeneche, marqués de los Trujillos, era hijo del duque de Gor, Recibió sus primeras clases de equitación a los siete años. Completó su formación en la Academia de Caballería, en la que,  más tarde, ejerció como instructor en la Escuela de Equitación Militar. Ganó su primer premio en 1914, en un concurso hípico organizado por la Brigada de Húsares en Alcalá de Henares. Su rivalidad con el teniente don Jaime Milans del Bosch, con  motivo del premio del Infante Don Carlos, levantó un gran entusiasmo entre los aficionados a lo ecuestre. Fue el inicio de un brillante historial deportivo. Su destreza y dominio quedaron demostrados en diferentes premios y concursos celebrados en Londres, Roma, Nápoles, Niza, Milán, Lisboa, Oporto y Nueva York. Participó en los Juegos Olímpicos de París - los reflejados en Carros de Fuego-  pero su más alto galardón fue la medalla de oro, conseguida en la disciplina de saltos por equipos, en las olimpiadas de Amsterdam pues hizo "que por primera vez ondease nuestra bandera a los acordes de la Marcha Real en lo más alto del mástil olímpico". Compartieron tal honor el marqués de Casa Loja y don Julio García Fernández, Los tres eran capitanes de Caballería y un buen ejemplo de ese mundo castrense, aristocrático y cosmopolita que a duras penas conseguirá sobrevivir a la Guerra Civil. En una entrevista, de 1928, recordaba el Marqués a dos caballos en especial: Vendeen y Zalamero. Con el primero, que había pertenecido al duque de Andía, batió varias veces el campeonato de España de salto de altura, hasta superar los 2,20 metros. Con Zalamero, un tordo irlandés propiedad del Ejército Español, obtuvo la medalla de oro mencionada. Entre las hazañas de nuestro personaje cabe destacar su descenso por las cortaduras de El Pardo en 1927, un desnivel de once metros en caída vertical. Vemos la fotografía y nos parece leer el pasaje de un libro de aventuras.  A la vuelta de Amsterdam, el duque de Gor recibió a los campeones en Hendaya con una botella de champán y una caja de puros.

domingo, 15 de marzo de 2015

EL CLÉRIGO Y LOS LIBERALES

El escolapio don Felix Sardá y Sardany no era amigo de los liberales. Ya en 1875 había escrito ¡Te conozco, católico-liberal! y más adelante, ya avanzada la Restauración, publicó El liberalismo es pecado (1884). Sardá consideraba a los liberales como herejes y miembros de una secta. "El mundo de Luzbel" encubierto, decía. Para el clérigo catalán "ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga en su justicia infinita", es decir, "el mal sobre todo mal". Los apacibles miembros del Partido Conservador o los sagastistas del círculo más cercano debían de espantarse al ser considerados peores que los más sanguinarios bandidos o que los libertinos de más incorregible y pervertido historial.

Había en opinión de Sardá, naturalmente, distintos grados de liberales como, afirmaba, distinta gradación tiene el aguardiente despachado por el tabernero. Desde los de Cádiz de 1812, considerados mojigatos por el escolapio, a los más malvados. Los dividía, de hecho, en tres categorías: liberales fieros, liberales mansos y liberales impropiamente dichos, o solamente resabiados de liberalismo. Tachaba de  repugnantes a los liberales y de borregos a los liberal-conservadores católicos, incluidos aquéllos que frecuentaban los sacramentos, tenían hijos clérigos o rezaban el Rosario. Al parecer, en opinión de González Cuevas, era muy hostil a Alejandro Pidal y Mon -un caballero católico sin tacha- por ser compañero de viaje del liberalismo conservador canovista.

El ilustre escolapio aportaba además unas orientaciones sobre cómo tratar en la vida cotidiana a los liberales y establecía tres posibles tipos de relaciones: las necesarias, las útiles y las "de pura afición o placer". Sus consideraciones sobre las relaciones útiles denotan la presencia del vástago de familia fabril pues dictaminaba que se puede tratar con liberales por "relaciones de comercio, las de empresarios y trabajadores, las del artesano con sus parroquianos". Declaraba, para no dar lugar a dudas:"la regla fundamental es no ponerse en contacto con tales gentes más que por el lado en que sea preciso engranar con ellas para el movimiento de la máquina social". Un poco oportunista parece para hombre de tan estrecha manga, pero los negocios eran los negocios y el dinero del liberal, siempre que fuese de curso legal, no tenía nada de herético. Ahora bien, nada de confianzas ni de relaciones de amistad pues "con liberales debemos abstenernos de ellas como de verdaderos peligros para nuestra salvación". Debían ser tratados como enfermos contagiosos: "¡Quién nos diese hoy poder establecer cordón sanitario absoluto entre católicos y sectarios del Liberalismo!". Algún estudioso de su obra afirma que Sardá se apaciguó con los años. No lo parece. En su opúsculo Liberalismo casero, de 1897, calificaba al liberalismo como "pestilencial enfermedad del  género humano en nuestros días".

Por lo demás, quede claro, Sardá no tenía razón al establecer esa radical oposición entre liberalismo y catolicismo. Católica era la Escuela de Salamanca, precursora del liberalismo moderno, y católicos los liberales de 1812 que invocaron a la Santísima Trinidad en la Constitución de Cádiz.Y para cerrar esta relación, católicos y liberales fueron Cánovas, Silvela, Maura o el propio Canalejas y sinceramente católicas eran las bases sociales que militaban, apoyaban o votaban a los partidos dinásticos y liberales de aquella época.
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*Felix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, Librería y tipografía católica, Barcelona 1884 y Liberalismo casero, Barcelona 1897.

domingo, 8 de marzo de 2015

EL LETRADO EN SU ORATORIO

Siempre asociamos la religiosidad barroca con escenarios públicos, urbanos y fastuosos. Las formas externas de la vida religiosa, sin embargo, convivían con otras devociones y prácticas piadosas caracterizadas por la introspección y el rigorismo. Bien puede servirnos, para fundamentar lo expuesto, lo recogido en la hagiografía de la Venerable Gabriela de San José, una carmelita descalza nacida en Granada en 1628*. Su padre, don Juan Correa de Tapia, era abogado de los Reales Consejos y ejercía en la Real Chancillería. Hombre de ánimo sombrío, sólo abandonaba sus alegatos y dictámenes, para rezar el Rosario y recogerse en “la soledad del Oratorio”. En su casa se “frequentaban mucho los Santos Sacramentos, siguiendo su exemplo los hijos, y criados” además de "tener dos horas de oración mental todos los días, una a la mañana, y otra a la tarde, junta en el oratorio toda la familia”. La Venerable Gabriela de San José comenzó desde los ocho años a cumplir los más ásperos ayunos y mortificaciones.  A los catorce ya estaba iniciada en la oración mental. La voluntad de alejamiento del mundo marcaba el tono de la vida del letrado, quizás harto de pleitos y  curiales: “teniamos –recordaba la religiosa-  la Misa en casa, haziamos una vida como si fueramos monjas; porque en casa confesabamos y comulgabamos, y a ello venían los confessores, hombres afamados en letras y oracion, y nos governaban. Saliamos de casa pocas vezes, y esso una octava del Santisimo y otros dias semejantes, que era precisso ir a la Parroquia”.
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*M.R.P. Manuel de San Jerónimo, Edades, virtudes, empleos y prodigios  de la V. M. Gabriela de San José, religiosa carmelita descalza en su convento de la Concepción de la misma Orden de la Ciudad de Úbeda, Imprenta de Tomás Copado, Jaén 1703.

lunes, 2 de marzo de 2015

HABLARSE DE TÚ


En El escándalo de Pedro Antonio de Alarcón leo lo siguiente:

 "Diego agradeció profundamente mis primeras demostraciones de afecto y confianza. Una alegría inexplicable y de todo punto desusada en él, y aún en mí, comenzó a reinar en nuestras relaciones. A propuesta suya se acordó que los tres nos hablaríamos de tú, merced que nunca habíamos otorgado a ningún hombre".


Debe indicarse que la decisión entusiasta de tutearse fue tomada por tres universitarios de clase media, en los últimos años del reinado de Isabel II, y no por venerables ancianos, anclados en rancias fórmulas de cortesía, o por distantes y estirados burgueses. No dejaba de resultar preocupante tanta espontaneidad. Ramón y Cajal, hombre que vivía en el mundo, de ideas avanzadas y nada reaccionario, en sus Charlas de café  (1921) prevenía a sus lectores de las consecuencias funestas del tuteo:


"Si anhelas las independencia, procura que nadie, fuera de los individuos de la familia, pueda tratarte de . La potencia dominadora -y no siempre para bien,- de este pronombre suele ser incontrastable. Por algo los tiranos dan dicho tratamiento a sus vasallos".


Es posible que don Santiago se refiriese al hábito del tuteo, seguido por Alfonso XIII y por la aristocracia, asunto tratado por el marqués de Tamarón en un espléndido artículo. Otra opinión a considerar es la de Edgar Neville, moderno entre los modernos, que afirmaba: "el usted debe prevalecer como fórmula social precisamente porque nos gusta tutear inmediatamente a las gentes de nuestra edad, profesión, aficiones, y a las gentes de nuestro entorno."


Licencias reales y aristocráticas aparte, la imposición del tuteo vendrá de la mano de los totalitarismos y de la revolución de las costumbres generada a partir del 68. No es aventurado pensar que el uso del usted podría caer en el olvido, más por desuso que por consciente desconsideración, y que las nuevas generaciones lo abandonarán de igual forma que nadie sabe ya aplicar el tratamiento de usía o vuecelencia. Todo será, entonces, un poco más simple y más tosco.