sábado, 26 de diciembre de 2015

LAS MALAS VÍSPERAS NAVIDEÑAS DE JUAN II

En 1420, por san Andrés, llegaron al castillo de Montalbán el rey Juan II, don Álvaro de Luna y otros que los acompañaban. Salían medio escapados de Talavera de la Reina para desbaratar los planes del infante Don Enrique que tramaba llevarse a Don Juan a las Andalucías. Partieron diciendo que iban de caza. Según unos a cobrar, una garza, según otros a por un puerco que estaba encamado en un soto. Unos sabían a lo que iban y otros de su séquito, como el halconero mayor, no. El tiempo era muy malo, cerrado en lluvias y fríos. Las crónicas decían que "las aguas eran tantas que los arroyos eran como ríos cabdales, e los ríos no se podían pasar sino por barcas". Por aquellos años hubo inviernos terribles. Probaron a resguardarse en el castillo de Villalba, a cuatro leguas de Talavera pero, "por no ser defendedero" y estar despoblado, pasaron al de Montalbán que era de la reina Doña Leonor de Aragón. Llegaron el Rey, joven de dieciséis años, y los suyos muy baqueteados, mojados y desmayados. Estaba cerrada la plaza, con la gente dentro, alrededor de la lumbre. Tuvieron la buena fortuna de aprovechar la salida de un mozo del alcaide, que iba a dar agua a un asno, para entrar en el castillo. El del asno hizo intento, pues era su obligación, de cerrar la puerta a la maltrecha compañía mas Pero López de Ayala lo despachó con un golpe de espada, dado de llano, en la mollera. El mozo debió de quedarse traspuesto un tanto quebrantado. Los del castillo, cabe la chimenea, ni se enteraron. Una vez dentro, Juan II inspeccionó la fortaleza. Fue un recorrido dificultoso, entre grandes pasos de aire y a oscuras pues no había un mal cabo de vela para alumbrarse. Además, dicen los que allí estuvieron, "metióse el Rey un clavo por la planta del pie". Tuvo que curarlo la mujer del alcaide. Según la crónica de Juan II: "quemó luego la llaga con aceyte, é curó lo mejor que pudo hasta que los zurujanos del Rey vinieron".

La plaza era fuerte, brazos para defenderla no faltaban pero sí, en cambio, víveres. Por disimular su salida, no habían llevado las alforjas bien repletas. Sólo había en el castillo ocho panes, una fanega de harina, fanega y media de cebada y dos cántaros de vino "e asaz poca leña que segun el tiempo era menester". Triste apaño tuvieron,  mal comidos, hartos de agua, sin vino y ateridos. El cerco de Don Enrique, que llegó pronto con los suyos, impedía, que entrasen en la plaza vituallas pues no faltaban lugareños que estaban dispuestos, supongo que previo pago o fiadas, a facilitarlas. Se tuvieron, sin embargo, ciertos miramientos con el Rey pues todos los días se le mandaba una gallina, un pan y una jarrilla de plata con vino, tanto para el almuerzo como para la cena. También le llevaron al Rey una cama en la que el repostero Ruy Fernández de Olmedo introdujo, entre cobertores y colchas, unos panes. Los demás se conformaban, mal que bien, con cuatro onzas de pan por barba y con los cueros de los zapatos adobados, condumio correoso y habitual de sitiados, naúfragos y desesperados. Fue tanto el apriero que mataron algunos caballos. En esto el Rey dio ejemplo pues mandó matar primero al suyo, posiblemente uno que se llamaba Salvador. No era cosa normal comer caballo en la Europa del siglo XV, animales escasos, nobles y útiles para la guerra, además de caros. En la Crónica de Juan II se dice que, tras probarlo, el conde don Fadrique, el conde de Benavente y don Álvaro de Luna afirmaron que "era dulce carne, e muy buena de comer salvo que es mollicia". Con la piel de las cabalgaduras hicieron buenas abarcas que fueron calzadas también por el soberano. Vinieron muy bien para paliar la falta de zapatos que, como ya sabe el lector, se los habían comido días antes. Un gesto muy galano y gracioso fue el que tuvo un pastor que dijo "Rey, toma esta perdiz", y le lanzó una a Don Juan, estando éste asomado a una almena. Se reía el Rey e hizo mucha merced a tan buen vasallo.


En los veintitrés días que duró el cerco no hubo hechos de armas por respeto a la real persona. Todo se limitó a una ritualización, a unos gestos, a un ir y venir de magnates, prelados, hermandades, ballesteros, colmeneros y gente concejil. No era esto la guerra sino política, ceremonial y juego. Todo muy propio de aquellos años crepusculares del otoño medieval. Llegado el momento, los propios sitiadores se cansaron pues pasaron muchos días muchos días malviviendo en tiendas -pocas- y en chozos nada confortables. También los del Rey llegaron a consideraciones parejas. Tras veintitrés días, Juan II partió de Montalbán, volvió a Talavera, donde pasó cumplidamente y con regalo la Navidad, y los demás a sus casas.
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*Las citas corresponden a la Crónica de Juan II. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

PLANES PARA LA NAVIDAD DE 1825

Se podía adquirir un billete de la Real Lotería para el sorteo del 23 de diciembre. En 1825 hubo 25.000 pesos fuertes para el número 9.275. Si uno no resultaba agraciado, por éste u otros premios de menor enjundia, siempre podía acogerse a los aguinaldos, gallofas y limosnas que se repartían- con o sin jubileo de caja- por tales fechas. La Colecturía de Expolios y Vacantes, en dicho año, distribuyó 144.400 reales entre la Inclusa, los hospitales de Madrid, Zaragoza y Palencia, la Casa de Incurables, el Hospital de los Italianos, las casas de expósitos de Burgos, Teruel, Orihuela, Jaén, Toledo y Zamora, las casas de Misericordia, Zaragoza y Valencia y entre muchos pobres de solemnidad, pedigüeños  y vergonzantes. También los pacientes de la Casa de Locos de Toledo recibieron agasajos y donativos por la Navidad. Era, además, uso extendido el envío, a parientes y amigos, de tarjetas, “para dar días, y pascuas”, según consta en un anuncio. Estas felicitaciones estaban graciosamente adornadas con letras, partituras o ilustraciones de valses, muñeiras, contradanzas y otros motivos festivos. Se vendían en la librería de Hermoso, de Madrid, frente a las Covachuelas, y también en un puesto de la calle Carretas, cerca de la Imprenta Real. Los más piadosos y devotos siempre tenían la posibilidad de acudir a las puertas de las iglesias donde, en unos tenderetes, se despachaban estampas, novenas, villancicos, pastorelas y otros impresos alusivos al Nacimiento de Nuestro Señor. Para terminar, un aviso para elegantes, entonados y exquisitos: la mayor y más selecta concurrencia acudía al Paseo del Prado, en invierno, de una a tres de la tarde.



jueves, 17 de diciembre de 2015

EL ATENTADO DEL CAPITÁN CLAVIJO (y III)

Tras ser detenido, el capitán Clavijo fue conducido desde Capitanía General a Prisiones Militares. Allí ocupó una celda ubicada en el pabellón destinado a oficiales. Al día siguiente del atentado, el cuatro de junio de 1895, fue juzgado por un Consejo de Guerra. Lo presidía el general de Artillería Herrera Dávila; eran los vocales los generales Bosch, Ortega, Cerero, Cordón y Larrumbe. Ejercieron como fiscal don Mariano Ceballos y como auditor el general Salcedo. Su abogado defensor fue don Mariano Pavía, teniente coronel de Artillería, que tuvo una esforzada actuación. Clavijo se presentó ante el tribunal de uniforme, sin espada, y con voz serena asumió la responsabilidad de los hechos rechazando cualquier eximente o atenuante salvo los padecimientos que había sufrido. "Yo estoy cuerdo, y muy cuerdo", dijo, y volvió a insistir en que había sido perseguido por Primo de Rivera. El fiscal solicitó para el procesado la pena de muerte. El defensor pidió clemencia, alegó su hoja de servicios y la compasión debida a sus padres, personas honradísimas y ancianas. Antes de las doce de la noche fue sentenciado a muerte. Unas horas después, hacia las dos de la madrugada del cinco de junio, se le comunicó a Clavijo la fatal noticia. Esa noche había cenado jamón con tomate, merluza, medio cuartillo de vino y un café.

Acto seguido, entró en capilla y fue conducido a una estancia, vigilada por dos guardias con bayonetas caladas, en la que se había instalado un altar formado por un dosel rojo con un crucifijo y una estampa de la Virgen del Carmen. A un lado había un catre y al otro una mesa con dos butacas. La habitación estaba iluminada por cuatro cirios delgados y largos. Clavijo estuvo acompañado, entre otros,  por los hermanos de la cofradía de Paz y Caridad, en la que ingresó, por tres primos -uno de ellos comandante de Estado Mayor- y por el obispo de Sión que fue su confesor.

Primo de Rivera alegó su condición de  cristiano y caballero para conseguir, por todos los medios posibles, la suspensión de la pena. Pidió al obispo de Sión que acudiese al Ministerio de la Guerra para entrevistarse con el general Azcárraga y obtener el indulto del condenado. El abogado defensor, Pavía, también realizó gestiones urgentes y las hijas de Primo de Rivera pidieron clemencia a la Reina Regente. Todo fue estéril pues el Gobierno consideró que el atentado debía castigarse con total severidad. Un indulto se interpretaría como una señal de debilidad ante las ofensas al Ejército.

La ejecución se produjo el cinco de junio en la Pradera de San Isidro. A las 7,10 salió el capitán de Prisiones Militares en un coche celular -le prohibieron acudir en otro tipo de vehículo- para llegar a su destino a las 8,15. Media hora después fue fusilado. Hizo el trayecto escoltado por la Guardia Civil. El público era muy numeroso y mantuvo en todo momento una actitud respetuosa. Al llegar un corneta tocó atención. Bajó Clavijo del coche de un salto. Iba acompañado por dos hermanos de Paz y Caridad- el vizconde de Irueste y Felipe Ducazcal-, su defensor y dos capellanes. Se despidió de todos, siempre cortés y entero, con abrazos y apretones de manos. Besó en la cara al teniente coronel Pavía. Después, con paso firme, recorrió diez o doce metros hasta situarse ante el pelotón. Correspondió ejecutar la sentencia a la Cuarta Compañía del Segundo Batallón del Regimiento Wad Ras. No se presentaron voluntarios para tal cometido y se designó a los soldados por sorteo. En el lugar del fusilamiento formaron varias compañías de Infantería, tres baterías de Artillería y cuatro secciones de Caballería de la Reina, Montesa, Princesa y Pavía. Mandaba la fuerza el general Linares. 

El capitán Clavijo se descubrió la cabeza, saludó y volvió a cubrirse. Hizo ademán de arrodillarse pero le ordenaron que permaneciese en pie. Le vendaron los ojos. La descarga se realizó a dos o tres metros del reo. Cayó de espaldas. Acudieron al caído el médico, los hermanos de Paz y Caridad, el sacerdote y el juez instructor. Después un soldado colocó el fusil sobre la cabeza y disparó el tiro de gracia. El impacto hizo volar la teresiana. Hubo un reconocimiento más y otro disparo, éste en el corazón. Los soldados desfilaron ante el cadáver. Murió con el decoro y el valor de un militar. Nadie pudo negarlo.

Su familia reclamó el cadáver y lo enterraron en una fosa de pago del Cementerio del Este. Asistieron al sepelio unos primos del capitán, algunos amigos y varios compañeros de armas. Los escasos bienes del capitán don Primitivo Clavijo Esbry, de acuerdo con lo dispuesto en su testamento, se vendieron para emplear lo obtenido en limosnas y misas.


domingo, 13 de diciembre de 2015

EL ATENTADO DEL CAPITÁN CLAVIJO (II)

El capitán don Primitivo Clavijo Esbry, autor del atentado contra el marqués de Estella, nació en 1856 en Castellar de Santisteban, provincia de Jaén. Procedía de una honrada familia con vínculos castrenses. Era hijo del capitán don Antonio Clavijo y de doña Rafaela Esbry, hermano de un capitán de carabineros y sobrino del general Esbry. El joven Clavijo inició su carrera militar en el atribulado y convulso ambiente del Sexenio Revolucionario. España estaba soliviantada, convulsa de punta a punta, y no faltaban a los espíritus inquietos ocasiones de riesgos y proezas. En 1874 estaba en Madrid como cadete y en junio de 1875 combatía contra los carlistas en la Campaña del Norte. Participó en las acciones de Celadilla, Mercadillo y Valletrino, en la toma de Valmaseda y en la batalla de Treviño. Ascendió a capitán en 1877. Pasó a Cuba, donde tomó parte en la guerra que terminaría en Zanjón. Allí, en la Isla, permaneció varios años. Clavijo contaba con una notable hoja de servicios y con varias condecoraciones: Cruz al Mérito Militar de Primera Clase con distintivo rojo, medalla de Alfonso XII con los pasadores de Treviño, Oria y Elgueta, medalla de Cuba y una mención honorífica por su participación en la mencionada de Mercadillo. Su conducta en la guerra fue, fuera de toda duda, valerosa. 


Queda constancia de los rasgos físicos del capitán Clavijo. Era alto, lucía una barba rubia y poseía una gran fortaleza física de la que, según sus conocidos, hacía alarde en cuanto tenía ocasión y "se le comparaba con las personas ejercitadas en gimnasia"? Era, según una crónica, "muy conocido entre la gente alegre que concurre a los cafés y colmados a última hora". No le desagradaba el aguardiente y  vivía en una fonda de la calle de la Princesa, ubicada en el número 12 y en el mismo edificio que el Café del Buen Suceso. No pagaba a su patrona con la debida puntualidad.

Era enamoradizo y sus relaciones sentimentales, descontroladas y abundantes, fueron descritas con exageración malsana por parte de algunos periodistas. También había muchas dudas sobre su estado civil aunque parece ser que tenía tres hijos en Cuba. Los que le trataron decían que era hombre de bruscos cambios de humor, irritable y proclive a sufrir arrebatos violentísimos, irreflexivo y desmesurado en sus juicios y reacciones. También tenía gestos de cortesía, generosidad y cordialidad. No eran rasgos incompatibles. Con sus virtudes y defectos, parece evidente que padecía algún tipo de desequilibrio. También es posible que no fuese capaz de adaptarse a la vida rutinaria de una guarnición tras vivir entre los peligros propios de la guerra. Para perfilar su personalidad es conveniente recordar que, unos días antes del atentado, se batió en un duelo con don Teodoro Manfredi de la Cabrera, nombre de duelista donde los haya, por unas palabras que tuvo en el café de Fornos. Declaró de manera pública la intención de matarlo. No ocurrió tal desgracia, afortunadamente, aunque sí lo hirió en un brazo. Los periódicos no dieron cuenta del lance. Eran muchos los que se producían en aquellos años -entre militares, políticos y periodistas- y no todos constituían uns noticia de interés. En otra ocasión apuntó con un revolver a un camarero que le reclamó el abono de sus impagos. Tuvo que ser apaciguado por sus contertulios para que no cometiese un disparate.

El capitán Clavijo fue mejor militar en la guerra que en la paz. Su hoja de servicios no sólo cita hechos de armas y medallas sino también entre ocho y quince sumarios -según distintas fuentes- y algunos arrestos por distintas causas. En Cuba fue juzgado por un Tribunal de Honor por denunciar a un oficial, pasó una temporada en un hospital por presuntos desequilibrios mentales y veintisiete meses en prisión preventiva por otro asunto pendiente. En España, permaneció una temporada arrestado en el castillo de Gibralfaro por manipular unos autos seguidos por estafa contra un soldado, otros dos meses de arresto en Burgos y fue sometido a un consejo de guerra por injurias a la Reina Regente. 

Clavijo estaba convencido de ser objeto de la implacable persecución del marqués de Estella, don Fernando Primo de Rivera. En 1891 publicó un opúsculo titulado "No soy un loco" en el que denunciaba tal situación. Culpaba a Primo de Rivera, militar de indiscutible prestigio y hombre de probada integridad, de sus continuos traslados entre la Península y Cuba -pasando por Cangas de Onís, Tarancón, Linares, Guadix y Mondoñedo- y del impago de sus haberes. En todo esto, por si fuera poco, implicaba a una cocotte francesa amante llamada con el increíble y desasosegante nombre de madame Clemencia Poisson. Invocaba en el folleto mencionado, según un periódico  "la Justicia de Dios y se dice su instrumento y habla de un mandato superior que le impulsa a vengarse". Todo esto, vivido de manera obsesiva y morbosa, condujo a Clavijo al despacho del Marqués, entonces Capitán General de Madrid.

martes, 8 de diciembre de 2015

EL ATENTADO DEL CAPITÁN CLAVIJO (I)

El tres de junio de 1895 el general don Fernando de Primo de Rivera, I marqués de Estella y Capitán General de Madrid, hacia las once y media de la mañana, se disponía a salir de su despacho. Conversaba con varios jefes y oficiales cuando, por una puerta lateral, sin petición previa de audiencia, entró en la estancia el capitán de Infantería don Primitivo Clavijo. Había permanecido en la antesala durante una hora y media, aparentaba absoluta calma y fumó, según cuentan, un puro. Sólo llamó la atención que, ante la llegada de un jefe militar, con traje de paisano, no se cuadrase, a pesar de ver a otros hacerlo. Al ser recibido por Primo de Rivera, éste le rogó que tuviese la bondad de ser breve pues tenía muchas cosas que hacer. El capitán Clavijo se cuadró y le dijo: "A la orden de V.E.: vengo a matarle",  sacó un Smith &Wetson del bolsillo del pantalón y disparó contra el general alcanzándole en el pecho. El gobernador militar de Madrid, general Sánchez Gómez, allí presente, se abalanzó contra el agresor y consiguió desviar un segundo disparo que, sin embargo, alcanzó a Primo de Rivera en el antebrazo. Con los disparos y el lógico alboroto acudieron al despacho varios oficiales, entre ellos el ayudante del general, Aymerich, que se lanzó sable en mano contra Clavijo. Tuvo la mala fortuna, en la confusión, de asestar dos sablazos, afortunadamente de plano, al gobernador militar, aunque también hirió a Clavijo en la mejilla derecha. Al ser el agresor hombre de grandes fuerzas costó mucho reducirlo. Mientras, Primo de Rivera pedía que le desabrochasen el cuello de la guerrera. También, dicen los periódicos, al recibir los dos tiros, exclamó "¡Miserable!, ¡traidor!, ¡me has matado!". Clavijo, después, bebió un vaso de agua con toda calma  y rechazó que atendiesen sus heridas pues no valía la pena ya que pronto iban a asestarle cuatro que le costarían la vida. Don Fernando Primo de Rivera salió andando del despacho, a pesar de las heridas, y muy airado lamentaba que él, que tantas veces había puesto su vida en juego por altas causas, fuese a morir así, sin pena ni gloria. como un  perro. No había llegado, a pesar de todo, su hora. El parte facultativo, firmado por el Dr. Losada calificó las heridas de "pronóstico muy grave, aunque no mortal de necesidad". El capitán Clavijo fue conducido a una prisión militar. De él nos ocuparemos en la próxima entrada.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

SANTA BÁRBARA Y LOS ARTILLEROS

El cuatro de diciembre es el día de santa Bárbara. En el Memorial histórico de la Artillería española del capitán don Ramón de Salas (Imprenta que fue de García, Madrid, 1831) se justifica la devoción de los artilleros a esta santa "porque estando ya reconocida por abogada de los rayos y centellas, y siendo este fenómeno de la naturaleza el más parecido a los cañonazos y el más temible en los almacenes de pólvora , buscaron el patrocinio que podía valerles". Era costumbre, cada vez que se cargaba el cañón, hacer en la boca de éste una cruz con la bala e invocar el patrocinio de Santa Bárbara gloriosa. Fue una práctica muy recomendada por el gran ingeniero militar y artillero Luis Collado que, durante muchos años, sirvió a Felipe II y Felipe III. Quizás el gesto no buscaba tanto la asistencia sobrenatural para dar en el blanco como el evitar que estallase la pieza y se produjesen desgracias. Por toda España y sus posesiones hubo cofradías dedicadas a esta santa, formadas por bombarderos y artilleros en general. Collado menciona los estatutos de una de estas confraternidades, dedicadas a proteger a los hermanos enfermos y a sus familias, pagar entierros  y sostener las fiestas y demás actos cofradieros. En la víspera del día de la Santa se oficiaban unas fiestas solemnes y, una vez terminadas, iban todos los artilleros a la casa del diputado que hacía de gobernador, donde se les servía una colación o merienda. Allí toda esta honrada gente, dedicada al arte tormentaria, confraternizaba alegremente y hablaría de culebrinas, baluartes y bombardas. Después se entregaba a cada uno un ramillete de flores. Esto último no deja de causar admiración en individuos de tan esforzado y terrible oficio. Al día siguiente asistían, todos muy formales, a un requiem y a un oficio de difuntos.