jueves, 22 de diciembre de 2016

REPIQUES, VOLTEOS Y PUÑOS DE LECHUGUILLA


Decía Paul Johnson que el sonido de las campanas era el más bello de la civilización. Es difícil negarlo. Durante siglos los campanarios de la Europa cristiana han marcado horas y oficios religiosos, anunciado victorias y desastres, nacimientos y muertes, coronaciones, procesiones, rogativas y fiestas de aldea. Las campanas, también, han guiado a los caminantes en las noches de niebla y de nieve. Es natural que hayan tenido nombre -como los cañones y los buques- y que en sus bronces se hayan grabado fechas, conjuros y jaculatorias. En las Constituciones Sinodales que en 1624 mandó hacer, para el gobierno de su diócesis, el cardenal y obispo de Jaén don Baltasar de Moscoso y Sandoval se recogen algunas disposiciones sobre las campanas y sus toques. Sospecho que buscaban imponer cierto orden tridentino en lo que era, a veces, improvisación y capricho. Correspondía a los sacristanes la obligación de tocarlas para los oficios divinos y también para "la oración a vísperas, a nublado, a la entrada del Prelado, o de otra persona por quien se deba tañer". Se prohibían expresamente los tañidos injustificados y sin causa probada. Las constituciones eran tajantes: "no tocarán las campanas en casos extraordinarios y a petición de partes" y "no repicarán las campanas a doble mayor" en Adviento y Cuaresma y sí "en la del Patrón de su iglesia o quando repicaren en la Iglesia Mayor, y en el día de la Concepción, y fiestas del Santísimo Sacramento". El toque por las Ánimas del Purgatorio sonaría después de haber anochecido. Se prohibía, además, que doblasen entre las doce del mediodía y las una de la tarde. Además, las campanas no doblarían por nadie "si no fuese por el Pontífice, ó Prelado ó por Persona Real, o por los Clérigos Beneficiados de la misma iglesia y los mismo se guarde en nuestra Iglesia Catedral". La vestimenta de los sacristanes también quedaba establecida: "hábito largo con sobrepelliz". Para evitar lindezas y dandismos barrocos se proscribían de manera tajante los "puños de lechuguillas".

( Y que con el sonido de los campanarios -y si fuese necesario con puños de lechuguillas- tengan ustedes unos días felices en estas Pascuas).
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*La ilustración corresponde a la obra de Antonio de Biedma, Arte de hacer campanas, 1630. (Biblioteca Nacional de España, CC.)

sábado, 10 de diciembre de 2016

CAPUCHINOS CARLISTAS (1834)

Entre las conspiraciones giennenses, ya sean reales o atribuidas, a favor de Don Carlos debemos reseñar la fraguada, según la prensa liberal, en el convento de Capuchinos. Los frailes de esta orden tenían cierta solera en la militancia absolutista. Declarados partidarios del Trono y del Altar, eran continuadores de la labor proselitista del beato fray Diego José de Cádiz que estuvo en Jaén, en los tiempos de la guerra contra los revolucionarios franceses. Los capuchinos de Jaén también tomaron partido, por Dios y la Monarquía, en la Guerra de la Independencia. En los combates en los combates habidos en Jaén, durante los días 1, 2 y 3 de julio de 1808, un lego capuchino llamado Pedro de Alhendín mató, con certera y serena puntería, a siete soldados franceses. Otro fraile de la misma orden, Juan Bautista de Cádiz, con su apasionada oratoria y con la cruz en la mano, convocaba a los vecinos a que, como buenos católicos y buenos españoles, resistiesen y tomasen las armas contra Napoleón.

 Ya en los días previos a la muerte de Fernando VII y en los primeros días de la Regencia defendían la causa de Don Carlos. Su entusiasmo por lo que llamaban los realistas el partido del Altísimo lo manifestaban en púlpitos y por las calles, en las que -según decían sus enemigos- pedían "la sangre y la muerte contra el partido liberal". Quizás fueran exageraciones pero parece evidente que su casa era, como decía un períodico, "el foco de las reuniones carlinas". Su ubicación, extramuros de la ciudad, permitía además un discreto trasiego de entradas y salidas, además de una fácil vía de escape en caso de necesidad. Los ánimos estaban, además, muy soliviantados por los efectos de la epidemia de cólera que se padecía en muchas partes de España atribuida por lo más inculto y encanallado del paisanaje, supersticiosamente, a la acción de los frailes, como bien señala don Antonio Pirala.

Las denuncias de las probables maquinaciones de los capuchinos hicieron que el comandante de la Provincia, don Pedro Ramírez, muy temido por la facción realista, comenzase a indagar. El diez de septiembre de 1834 mandó a los Urbanos al convento para que procediesen a su registro y a la detención de los sospechosos.  Los capuchinos fueron acusados de urdir, entre las tropas acantonadas en Jaén, un pronunciamiento "con dinero y con esperanza de ascensos". Para apoyar a los sublevados, se liberaría a 1.500 presidiarios que, dentro de una brigada, estaban trabajando en las inmediaciones.
Éstos, encuadrados en partidas, se apoderarían de los fondos públicos y particulares al tiempo que despacharían a los miembros de la milicia liberal, los mencionados Urbanos. Lo que hubiese de fantasía o de realidad en tales planes es algo que queda por demostrar. Para los liberales, el mérito del comandante Ramírez quedaba fuera de toda duda al impedir "tan inicuas maquinaciones" y "habernos salvado de los horrores con que nos amenazaba la facción sanguinaria". Ramírez apresó y envió, además, a Granada "a varios carlistas", entre los que se encontraba un exgobernador civil de Jaén, llamado Jareño, y el comandante del Resguardo de la Real Hacienda, Zabater, al que capturaron en Montoro. Quince capuchinos fueron apresados y puestos a disposición de la Justicia militar. Se les acusó de " seducción a la tropa y conspiración contra los legítimos derechos de nuestra inocente Reina Doña Isabel II". Siguió la causa el fiscal don Miguel María de Aguayo, bajo la jurisdicción del Capitán General de Andalucía y del auditor de Guerra. La prensa denunció que el proceso se seguía con excesiva lentitud con perjuicio de los inocentes y en beneficio de "los malvados para contenerlos en sus proyectos sanguinarios". En diciembre de 1834 ya habían sido sentenciados. Durante el juicio, los procesados mostraron una gran gallardía e increparon a sus acusadores. Cuatro frailes fueron desterrados a Filipinas. La prensa liberal decía: "para los Reverendos [Padres] lo mismo es vivir en Filipinas que en Jaén, pues esta gente no tiene patria ni relaciones sociales que los liguen". Otro más fue condenado a garrote, aunque se consiguió fugar. Los liberales cerraron el convento y el resto de la comunidad abandonó la ciudad.
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*El Eco del Comercio, 27-12-1834 y 23-3-1835,
Diario Balear, 2-6-1834, 21-10-1834 y 13-1-1835.
Boletín de Jaén, 9-1-1834.
La Revista Española: 17-1-1834, 17-9-1834 y 26-9-1834
Las referencias a los capuchinos durante la Guerra de la Independencia en Jaén, en López Pérez, M., y Lara Martín-Portugués, I., Jaén entre la guerra y la paz. (1808-1814), Jaen 1993.

jueves, 1 de diciembre de 2016

FRAILES CARLISTAS Y FRAILES CRISTINOS (1834)

Esta historia trata de tiempos inciertos. Los que se vivieron en 1834, al principio de la Regencia de María Cristina. España entera estaba en ascuas por la guerra civil. También en Jaén se vivía un ambiente de exaltación. La cercanía de partidas realistas en los montes cercanos contribuía a agitar los ánimos de liberales y realistas. En enero de 1834, en las inmediaciones de Pegalajar, a pocas leguas de la ciudad, se descubrió la presencia de un centenar de hombres armados afectos a la causa de Don Carlos. En mayo de 1834 los liberales denunciaron que, con la tolerancia de las autoridades, en el convento de San Juan de Dios "celebraban sus reuniones los tenidos por carlinos en la opinión pública". En aquellos primeros tiempos de la causa legitimista llamaban carlinos a los carlistas. Una parte de los frailes de San Juan de Dios, sin embargo, era declaradamente partidaria de Doña Isabel y cantaba "himnos a la Reina y alegrías de esta naturaleza" y la otra se pronunciaba por Don Carlos. El provincial de la orden en Jaén, carlista declarado, consiguió de sus superiores que los hermanos conceptuados como cristinos fuesen trasladados a otras comunidades de la Orden, fuera de la ciudad. Los frailes desplazados -cuenta un periódico- ladinamente y "muy sumisos pidieron permiso para salir a despedirse y logrado, fueron a dar cuenta a la Policía de cuanto sucedía en su casa". Una noche acudieron los liberales al convento y allí sorprendieron a un carlista llamado Camps al que encerraron "en un calabozo con un par de calcetas". El Provincial fue a parar a la Cárcel de la Corona, reservada a los clérigos. Los restantes hermanos, que allí se encontraban, fueron interrogados por las autoridades y dieron muestras, al parecer, de gran locuacidad. Fueron, además, detenidos varios personajes locales como el teniente coronel don Jerónimo Adán, que había mandado a las milicias realistas en 1823, "y otros muchos", entre los que se mencionan los nombres de Iglesias, Morejón y el secretario del Ayuntamiento, Ramírez. Enterados los liberales de que mantenían contacto con otros realistas, mandaron agentes a Bailén para que interceptasen cierta correspondencia comprometedora.

jueves, 24 de noviembre de 2016

VAGABUNDO NOCTURNO DE PROFESIÓN



"Vagabundo nocturno de profesión, conozco todos los ruidos, las sombras y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles y de las casas, según la luna las traza, las prolonga ó las recoge, desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado de los balcones alumbrados de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren para despedir a los contertulios á la luz de la bujía, farol ó linterna; todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con precaución y á oscuras para recibir ó despedir a los amantes; todos los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolución ó con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado; del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observación; todas mis comedias comienzan de noche y de noche se han concluido".

 (José Zorrilla, Recuerdos de tiempo viejo, 1880)

*La ilustración: Carl Gustav Carus, "Mondscheinlandschaft" (1830) vía @JuananUrkijo

miércoles, 16 de noviembre de 2016

LOS LOBOS DE 1641

Jaén está rodeado por montes hacia el sur y hacia el este. Por esos parajes, altos y desolados, corrían las manadas de lobos. A veces, en inviernos muy fríos, se acercaban mucho y merodeaban por el cerro de Jabalcuz, a poco más de una legua de la ciudad. Leo los datos de una vieja ficha, corresponden al  año 1641 y proceden de las actas de su Cabildo municipal. El siete de enero, Alonso Serrano presentó "un lobo muerto, de que trajo pellejo y cabeza al cabildo" y fue premiado por los caballeros veinticuatro con 44 reales. El ocho de marzo, el mismo, obtuvo ocho ducados "por dos lobos que mostró a la Ciudad y juró a Dios averlos muerto en el término de la ciudad". El 11 de marzo, Serrano otra vez, abatió otro lobo más recibiendo los 44 reales correspondientes. El 24 de abril, Miguel Gutiérrez, vecino de Jaén obtuvo 6.000 maravedíes por cuatro lobos cazados en la muy cerrada y extensa dehesa de Matabegid. Más adelante, el mismo cazador recibió 132 reales por tres lobos que aparecen descritos como "grandes". Serrano y Gutiérrez debían de ser alimañeros o cazadores profesionales. El diez de junio, Francisco Coello se presentó con ocho lobillos y un lobo grande por los que obtuvo 76 reales. Dos días después, Salvador de Parraga, vecino de Pegalajar, entró en el Cabildo con una camada de cuatro lobos y le dieron 16 reales.

sábado, 5 de noviembre de 2016

LECTURAS DE CLASE MEDIA


Don Felix Manuel Martínez vivió en los felices días del reinado de Carlos III. Su ocupación era la de oficial mayor de la Notaría Eclesiástica de Jaén. Estaba casado con doña Isabel Juana Cantero. No es aventurado presumir que llevaron una vida comedida y, como podremos deducir por lo que indicaremos más adelante, cristiana. Él dedicado a sus expedientes, a ir y venir al Obispado, al trato con clérigos graves y juiciosos. Ella, en la decorosa vida de una mujer de su condición, ni popular ni aristocrática. Nada más sabemos de ellos salvo los títulos de sus libros. Tenían una biblioteca modestísima, de una docena de volúmenes o poco más. En aquellos tiempos los lectores no tenían muchos libros pero, en cambio, los leían muchas veces. Inventariaron los libros y fueron tasados en 106 reales. Don Felix Manuel era propietario de ocho, algunos de gran utilidad para su ejercicio profesional. Se mencionan: "un libro de Sigüenza de claúsulas", "uno de a folio, vida de San Borxa", "Melgarejo, práctica de escribanos", "Curia Eclesiástica", "Familia regulada", "Política de Bovadilla", "Carta del Padre Feijó", un libro de cuentas -¡quién lo pudiera leer!- y otros pequeños, de los que lamentablemente no se registraron los títulos. La obra de Pedro de Sigüenza -abogado famoso, vecino de los Yébenes y natural de Ajofrín- era Traslado de claúsulas instrumentales, útil y necesario para jueces, abogados y escribanos de estos reynos, procuradores, partidores y profesores en lo de Justicia y Derecho. El de Jerónimo Castillo de Bobadilla era Política para corregidores y señores de vasallos, muy leído en la España de los siglos XVII y XVIII. De Feijoo nada diremos por innecesario, dada su celebridad. La vida de San Francisco de Borja mencionada podría ser la escrita por el Padre Cienfuegos. El libro del Padre Arbiol, franciscano que vivió entre 1651 y 1726, se titulaba La familia regulada con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica. El primer capítulo del libro nos da el tono de toda la obra y de nuestros dos personajes: "Excelencia del estado del santo matrimonio y los muchos santos y santas, que ha tenido la Iglesia de Dios en él". Respecto a los libros de doña Isabel Juana, el escribano anotó uno del Padre Alonso Rodríguez, jesuita, que debe de ser Exercicio de perfección y virtudes christianas. En el inventario se da cuenta de "otro de a media quartilla de la Pasión", "dos tomos del Corazón de Jesús" y la "Ymitación de Christo de Qempis", éste "en pasta". La devoción al Corazón de Jesús y probablemente a san Francisco de Borja además de la lectura del Padre Alonso Rodríguez indican cierta afinidad con la espiritualidad de la Compañía de Jesús.

viernes, 28 de octubre de 2016

SALUDO CON INCLINACIÓN NOBLE

El escolapio don Santiago Delgado de Jesús y María en su Catecismo de urbanidad (1817) prescribe que a Grandes, títulos del Reino y personas principales se les debe saludar con los talones juntos, las puntas separadas, "con inclinación noble del cuerpo y no de la cabeza". Es lo que ejecuta, con soltura y corrección, Alan Rickman en su intrepretación austeniana del coronel Brandon, en Sense and Sensibility.



martes, 18 de octubre de 2016

JURAMENTOS DE UN SOLDADO

Entre los numerosos personajes del Entremés de la casa de posadas, de Francisco de Castro (1672-1713) aparece un soldado viejo. Acudía con asiduidad a la estafeta de Toledo a buscar nuevas de Flandes y hablaba de las cosas de la guerra en la Puerta del Sol. También leía las gacetas que se publicaban los jueves. Se desvivía por tener noticias de lo que pasaba en las más lejanas monarquías. Cuando era de noche se cobijaba en una mala posada, donde dormía en compañía de otros pobretones. Soñaba quijotescamente, acompañado de voces y aspavientos, con acciones de guerra en Ceuta. Lanzaba grandes juramentos: "por la batalla Naval, / por el sitio de Viena, / por la rendición de Buda,/ y las paces de Nimega". No haya risas, nos inspira un gran respeto este soldado de tiempos derrotados. Incluso en lo que había de exagerado, de excesivo, en su conducta pervivía soterrada una sombra de lo que fuimos.


jueves, 13 de octubre de 2016

COCINA DE CAZADORES



Don Pedro de Morales Prieto en su libro Las monterías en Sierra Morena a mediados del siglo XIX, (Madrid, 1902) relata con todo detalle una expedición de caza que tuvo lugar en el otoño de 1864. Don Pedro hilvana, con gracia y amenidad, la expedición cinegética de unos reputados cazadores de Arjona, en la provincia de Jaén, en los montes de Sierra Morena. Participaron varios hidalgos y hacendados, un cura -pundonoroso y gran tirador-  además de un nutrido y variado concurso de arrieros, escopetas negras, podenqueros y demás servidores. También estuvieron allí unos perros valientes y únicos, recordados con sus nombres y señas, sobre los que ya hablaremos algún día. Entre las notas, obtenidas en su grata lectura, daré cuenta, en esta ocasión, de las relacionadas con los calderos, sartenes, pucheros y demás asuntos de intendencia.

Para que todo estuviese en orden, poco antes de la partida, se dispuso que un arriero se adelantase, camino de la sierra, llevando, en gran abundancia, aceite, vinagre, tocino, jamón, arroz, garbanzos, bacalao, patatas, aliños y aguardiente. Estos productos, junto con el pan, eran el fundamento de todo lo que iban a comer los participantes, fuese cual fuese su estado y rango. Lo mencionado se complementaba con otros ingredientes y golosinas aportados por cada cual y por lo cobrado en el monte. Conviene saber que los cazadores llevaban, aparte, en sus alforjas: tortillas de patatas, esportillas de aceitunas y alcaparrones, queso, aguardiente, huevos duros, longaniza, salchichón, granadas, manzanas de Ronda, nueces, pasas, higos y "una hortera de madera llena de boquerones fritos unidos por las colas en forma de abanico abierto". Estas maravillas fueron compartidas y celebradas en medio de animadas tertulias alrededor de la lumbre, entre cigarro y cigarro.

Entre los condumios preparados se mencionan grandes sartenes de arroz con conejo, cazado en el monte, y el llamado "aceite y vinagre", considerada por el autor la comida "más clásica" entre los cazadores de Sierra Morena. Su elaboración era muy sencilla: se disolvía en agua cierta cantidad de sal, y después se añadía vinagre, cebolla picada, bacalao, huevos duros, rodajas de longaniza y una generosa cantidad de aceite. Se podía reforzar el plato, además, con patatas cocidas, habichuelas y, si era la temporada, trozos de naranja. Era una ensalada elemental, tosca si se quiere, pero muy nutritiva para reponer fuerzas. También se menciona un cocido -guisado en un puchero de barro que pidieron prestado a un guarda- compuesto de garbanzos, patatas, berenjenas, espinazo salado de cerdo, jamón, una perdiz y un conejo. Los podenqueros dieron cuenta de otro cocido pero éste fue cocinado "en la olla de hierro de la expedición" y, aunque abundante, acompañado con tocino y un par de conejos. El cocido se comía con cierto ritual. Se servía primero el caldo en lebrillos, en los que se había desmigado pan, siendo acompañado de rábanos y aceitunas. Una vez terminado el caldo, en el mismo recipiente se presentaban las legumbres y verduras, para terminar con la sustancia, es decir, los conejos, la perdiz, el tocino y todo lo demás. Tres platos en uno sin contar las ensaladas, las manzanas de ronda y otras golosinas que remataban el menú. Se menciona también un potaje de habas y berenjenas. En la dieta de esos días de campo formaba parte esencial la carne de monte. Morales Prieto recordaba, además de las perdices y conejos citados , guisos elaborados con asaduras, lengua y riñones de jabalí, con pimiento y tomate, criadillas fritas con setas y, más excepcionalmente, solomillos. De bebida, agua y vino; por las mañanas, aguardiente. El café, dice nuestro autor, "era objeto de lujo y no se tomaba en las expediciones nada más que como medicina". Para esperar en el puesto, los cazadores podían llevar en el bolsillo un puñado de bellotas dulces. En una ocasión especial, se compartieron crespillos, "flores de maiz", pasteles de Arjona y vino. El lector puede constatar, con júbilo compartido a pesar de no haber estado allí, que no había lugar ni para los refinamientos ni para la escasez.  Respecto a cubertería y protocolos, todo se caracterizaba por una austeridad extrema. Se hace constar de manera expresa que no se utilizaban platos. Un arroz con conejo se comía, directamente, de una gran sartén, a la luz del candil, con cuchara de palo, navaja y trozo de pan en la mano e igual etiqueta se seguía ante un lebrillo de migas.
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Ilustración BNE CC.

miércoles, 5 de octubre de 2016

SOBRE LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN DEL ROSARIO EN JAÉN DURANTE EL SIGLO XVII

Ilustración: Biblioteca Nacional de España CC
No había día grande en el calendario sin solemnidades religiosas en la España del siglo XVII. En Jaén se celebraba y su gobierno municipal no dudaba en emplear sus recursos para darle el debido lucimiento. En alguna ocasión, en el Cabildo municipal, se recordó que tal celebración "se botó en hacimiento de gracias a Nuestro Señor, en memoria de la batalla nabal que ganó el señor Don Juan de Austria contra el Gran Turco". La jornada tuvo lugar, como es sabido, un siete de octubre, día de la Virgen del Rosario. La noticia de la victoria se recibió con alegría y alivio en toda la Cristiandad y se pronunciaron cumplidos votos para agradecer, de por vida, a Nuestra Señora del Rosario su amparo en la batalla. No era un compromiso que se pudiera olvidar o tomar a la ligera. Aquellos hidalgos que se sentaban en las casas del Cabildo conocían bien lo vivido en 1571.

La devoción a la Virgen del Rosario estaba muy vinculada a los dominicos. Así, cuando se acortaban los días, recién iniciado el otoño, el convento de Santa Catalina de Jaén, enviaba al Cabildo municipal una representación de dicha orden, para invitar a la Ciudad a la procesión u oficios dedicados a dicha advocación mariana. El Concejo de Jaén, naturalmente, aceptaba y agradecía el ofrecimiento. Se consideraba, y así lo demostró cuando hubo lugar, declarado defensor de la devoción a Nuestra Señora. Acto seguido, los caballeros capitulares designaban una comisión para encauzar la aportación del municipio en dicha fiesta. En general, todo consistía en adquirir la cera, para que la procesión fuese bien alumbrada, y en contratar los cantores y ministriles. Aparentemente todo era sencillo pero, como veremos, no era así. También se solían asignar, por sorteo entre los caballeros veinticuatro y los jurados, los puestos a ocupar en la procesión. Los primeros portaban el cetro, el estandarte de la Virgen del Rosario y las cuatro varas del palio. Por otra parte, ocho jurados, divididos en dos turnos, llevaban a hombros la imagen mariana. Otros caballeros capitulares tenían el honor de escoltarla a caballo.

En el convento de Santo Domingo se oficiaban dos vísperas a las que asistía la Ciudad. Se buscaba, ante todo, que el Ayuntamiento diese un ejemplo de devoción y recogimiento. Ciertas advertencias, realizadas dentro del Cabildo, no dejan de sugerir que no siempre era así. En 1602, se exhortó a los caballeros que fuesen debidamente confesados y que comulgasen. En 1616 se les mandó que se comportasen con "la decencia que se debe a dicha fiesta". Es posible que estas advertencias pretendiesen evitar vanidades, diferencias por los asientos y precedencias, que llevasen cojines por su cuenta, ausencias e impuntualidades o continuas salidas y entradas durante el desarrollo de los oficios. No tengo noticias sobre el recorrido de la procesión en la primera mitad del XVII. Es posible que no fuese muy distinto al que seguía en 1730, que sí conozco, dividido en cuatro tramos: el primero, del convento de Santo Domingo al convento de la Coronada; el segundo, desde aquí a la Audiencia; el tercero de la Audiencia a la Ropa Vieja y, ya al final, el último tramo para volver a Santo Domingo. Era una procesión modesta, en poco se parecería a las que ahora desfilan en Semana Santa, pero no tengo la menor duda de que para aquellos caballeros, para los frailes, los mercaderes modesto y los menestrales, para los vecinos en suma, el paso de la Virgen del Rosario por las calles era algo muy serio.

Puede parecer que todo era sencillo para el Concejo, pero nada más lejos de la realidad. Dos problemas acechaban todos los años al respecto y con la pertinacia que sabían darle a las cosas los hombres del siglo XVII: los agravios en el reparto de la cera y la falta de dinero. Con relación a la cera, absolutamente imprescindible en toda procesión, se producían las más acerbas discusiones en aquella sociedad tan sensible al gesto y al protocolo. Tener o no tener vela representaba un signo de poder y de estatus, por modesto que fuese, entre individuos tan  jerarquizados y ceremoniosos, hasta extremos difíciles de imaginar en nuestros permisivos y descuidados tiempos. El reparto de la cera, no se hacía, por tanto, de manera muy apacible ni en un ambiente precisamente relajado. Los caballeros veinticuatro y los jurados, éstos no sin reservas, tenían derecho a vela pero en el caso de otros oficiales y dependientes era harina de otro costal. En 1609, hasta los trompetas, que tenían su paga del Concejo y eran oficiales de éste, tuvieron el atrevimiento de pedir "que se les den las bellas como se ha acostumbrado hacer merced y que lo mismo piden otros oficiales del Cabildo". En 1616 se decidió que todos los veinticuatro y jurados recibiesen las velas de la discordia, eso sí, "sin que aya visto adquirír derecho los caballeros jurados para que se les de cera sin perjuicio del derecho de que la Ciudad tiene para que no se les de". Esta tirantez tenía su sentido, pues los jurados, con gran obstinación, trataban de arrancar ciertas preeminencias a los caballeros veinticuatro. Cualquier momento, pensaban éstos, era bueno para marcar distancias y ponerlos en su sitio. En 1625 se les concedió cera, además, a los dos escribanos mayores del Cabildo. En 1640 se decidió entregar velas sólo a veinticuatros y jurados. En otra ocasión mandaron que los cabos de vela, una vez acabada la procesión, se devolviesen al Concejo lo que debió de ser visto, por muchos, como una medida ruín. No hubo manera de cerrar, al menos en los cincuenta años que he estudiado, esta cadena de pleitos, puyazos y cuestiones. En algunos casos los implicados tomaban las velas a las bravas, por su cuenta y sin permiso. Las cosas llegaron hasta tal punto que el Cabildo ordenó a un jurado de confianza, Rodrigo Alonso Carrasco: "haga se eche una cerradura en el arca donde se lleva la cera a las fiestas de la Ciudad".

El Gobierno municipal también, para mayor lucimiento de la procesión y de las vísperas, concertaba la asistencia de ministriles y demás músicos de la Santa Iglesia Catedral. En 1614 se libraron diez ducados a Hernando de Salas "por el y en nombre de los demas músicos " y once ducados más a Juan Alonso de Quesada para pagar a los ministriles. En 1620 se le pagaron del caudal de Propios, 120 reales "por los ministriles de la Santa Iglesia que se obligaron a servir en las fiestas de Nuestra Señora del Rosario que ya se hiço y en la de Santa Catalina que vendrá en este presente mes de la fecha, por mitad a cada fecha que se da libramiento y a los cantores cien y diez reales que se da libramiento". En 1638 se decidió dar "a la capilla de cantores y ministriles de la Santa Iglesia Catedral desta ciudad, doze ducados por la fiesta con prozesion que asistieron con dos visperas en el convento de Santa Catalina de dominicos desta ciudad que la Ciudad hizo a Nuestra Señora del Rosario en el primer domingo de octubre".

Era segundo conflicto, asegurado cada año, procedía de las penurias financieras del Concejo. Había que costear la cera y la música, además de entregar una limosna a los dominicos. Todo esto aparte de las ayudas ocasionales que se aportaban a la cofradía de la Virgen del Rosario. De esta forma, en 1627, se concedieron veinte ducados al mayordomo de la cofradía de la Virgen del Rosario, el escribano Alonso Ruiz de Raya, declarándose "que la ciudad los da como patronos que son de la dicha cofradía para aiuda a hacer el palio que iba en la fiesta principal que se celebra en el conbento de Santo Domingo porque el palio que tiene antiguo a de ser para las demas fiestas que se hacen entre año".

Los gastos a cargo de la Ciudad, en las celebraciones de la festividad de la Virgen del Rosario se consideraban inexcusables y obligados. Tenía cierto mérito esta actitud dados los embargos, acreedores e incesantes apuros sufridos por el Cabildo municipal a lo largo del siglo XVII. Pagar la cera, la música y las limosnas obligaba a un complicadísimo juego de piruetas financieras. Cuando se carecía de liquidez -es decir, siempre- se solía pedir prestado a algunos caballeros del Cabildo. Imagino que entregarían el dinero no sin ciertas zozobras. Después el Concejo recurría a tomar las cantidades necesarias de las distintas cajas o haciendas que administraba para ir después reponiendo, no sin fatigas, lo prestado. Para tales operaciones se debía solicitar la correspondiente licencia al Rey. A pesar de la modestia de los festejos, las cantidades empleadas no eran de poca monta. En 1605 se libraron 32.000 maravedíes de las tercias para pagar la cera. En 1630 las fiestas se financiaron tomando la mitad de la misma hacienda de tercias y la otra de los fondos destinados a los servicios ordinario y extraordinario "por estar acabados los propios y ser forçoso el gasto". En 1633 se tuvo que pedir permiso al Corregidor para que levantase el embargo sufrido por las haciendas municipales para pagar lo gastado en las celebraciones del año anterior. Los acreedores del Cabildo, que eran muchos, criticaban estos desembolsos de tal forma que, en 1634, se declaró en un ayuntamiento que la Ciudad tenía "unos gastos prezisos que deven hacerse de las rentas de propios y por falta de facultades reales se pretende caluniarlos por algunoa acredores y para que conste a Su Magestad y Señores de su Real Consejo ser forçados y ynexcusables". En 1648 se solicitó a la Real Chancillería de Granada una licencia para obtener 3.000 reales, procedentes de los bienes embargados en el concurso de acreedores que sufría la hacienda local. Mientras se gestionaba la dicha licencia, se obtuvieron las cantidades precisas de lo recaudado para el donativo de los 70.000 ducados. El disgusto de los administradores de dichas haciendas debió de ser mayúsculo. En 1640, año tremendo para la Monarquía, se obtuvieron los fondos "en quien se rematase la bellota de Matabexid de este año". Previamente, el regidor don Sebastián Teruel de la Maestra había adelantado 778 reales de su bolsillo que, naturalmente, se le tenían que devolver. En 1646 se tomó dinero prestado del arbitrio de los tres cuartos que gravaba el vino. En 1649 se declaró que por ser "atento la hacienda de propios está con muchos embargos y concurso de acreedores, y la Ciudad tiene facultad para librar en los dichos propios para las dichas fiestas [...] en los arbitrios de quarenta y nueve maravedíes en cada arroba de bino y lo que se gastare por cédulas de caballeros comisarios para lo que pague Juan Gutiérrez de la Miel por quenta de los dichos arbitrios". Los caballeros veinticuatro y jurados consideraban inexcusables y obligados dichos gastos al tiempo que no dudaban, como afirmaron en 1649, que las fiestas en honor a Nuestra Señora del Rosario y de Santa Catalina, también vinculada con la Orden de Predicadores, debían celebrarse "con la solemnidad y grandeza que siempre se han hecho".
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El texto anterior pertenece a una comunicación que leí en la III Asamblea de Estudios Marianos, celebrada en Andújar entre los días 10 y 12 de octubre de 1986. A pesar del tiempo transcurrido, considero que puede tener cierto interés para los estudiosos de nuestro siglo XVII. El artículo original, que en lo esencial mantiene su vigencia, se editó en las correspondientes actas. Los datos y las citas están tomados de las actas del Cabildo municipal de Jaén, del Archivo Municipal de Jaén, correspondientes a los años 1602, 1605, 1609, 1614, 1616, 1619, 1621,1625, 1626, 1627, 1629, 1630, 1633, 1634, 1638, 1640, 1646, 1648,1649 y 1730. 

domingo, 25 de septiembre de 2016

UN CIRUJANO MILITAR DEL SIGLO XVIII



No faltaron en España medicos y cirujanos militares catalanes. Sirvieron como buenos bajo la bandera de su Rey y sirvieron al Reino tanto en la guerra como en la paz. Uno de ellos fue don José Queraltó. Nació en 1755, en San Martín de Sarroca, cerca de Villafranca del Panadés. Hijo de labradores, estudió Teología durante dos años pero, llegado el momento, cambió la vocación eclesiástica por la medicina y la vida castrense. Ingresó en el Real Colegio de Cirugía de Barcelona y allí estudió durante tres años. Después vino la carrera militar. En 1775 sirvió como segundo ayudante de cirugía en la expedición de Argel. Al retornar de esta empresa, permaneció en Alicante asistiendo al desembarco y cura de los heridos. En 1776 pasó a Cádiz como consultor de la Escuadra y acompañó al general Ceballos a Buenos Aires, prestando sus servicios en el hospital de la isla de Santa Catalina. Al iniciarse las guerras contra los revolucionarios franceses, entre 1792 y 1795, ejerció como cirujano mayor en los hospitales de Navarra y Guipúzcoa. También estuvo con el Ejército de Extremadura. Tuvo gran crédito entre los soldados y salvó a muchos de la muerte. Había que tener mucho valor y serenidad por arrobas para vestir el delantal de hule y asistir a los heridos en combate. Para las heridas de bala practicó el método retardado de curación, seguido por los cirujanos militares españoles durante muchos años. Tras su paso por frentes y campamentos, desempeñó la cátedra de Afectos Quirúrgicos y Vendajes y, después, la de Operaciones y Álgebra Quirúrgica en el Real Colegio de San Carlos de Madrid.  En 1800 era ya cirujano de Cámara de Carlos IV. En ese año fue enviado por Godoy, junto a dos facultativos más, una Sevilla asolada por la fiebre amarilla. Decían que el contagio había llegado a los puertos andaluces desde el Misisipi. Allí expuso su vida tanto como en Berbería. Ésta y otras experiencias inspiraron sus Medios propuestos por Don José Queraltó para que el pueblo sepa desinfeccionar y precaverse, si vuelve a reproducirse la epidemia que le ha consternado. Los publica en obsequio de la humanidad, revisados por su autor, un amante del rey y de la patria (Sevilla, 1800). En este título se compendia lo mejor del espíritu de la España del siglo XVIII. Cirujano de Cámara, Cirujano Mayor de los Ejércitos e Inspector General de Epidemias del Reino pasó sus últimos días artrítico y quebrantado. Murió el 11 de abril de 1805, el año de Trafalgar, "de una calentura nerviosa lenta" y hoy lo recordamos en Retablo de la Vida Antigua.
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Los datos biográficos en: Biblioteca Médico-Castrense Española, VII, 1852 y en la obra de Francisco Guerra, Las heridas de guerra. Contribución de los cirujanos españoles en la evolución de su tratamiento,1981.

domingo, 18 de septiembre de 2016

LA ALISEDA O LA VIDA DE BALNEARIO ( Y 3)




Antes de la construcción del nuevo balneario había en La Aliseda un edificio llamado El Palacio. Era la casa construida en el siglo XVIII por los marqueses de La Rambla. Posteriormente, ya con Salmerón y Amat, se erigió la fonda y, después, el hotel. Lo de contar con un hotel era más cosmopolita y quedaba más elegante. Allí se podían alojar, con toda comodidad, hasta doscientos huéspedes. El balneario ofrecía, además, nueve casas para alquilar con cuatro habitaciones y dos cocinas cada una. Cada una de estas viviendas estaba amueblada, de manera sencilla, con una docena de sillas y dos mesas. Sus inquilinos podían abastecerse de todo lo necesario -víveres, velas, tabaco, vinos, licores y útiles diversos- en una bien provista cantina.


La Aliseda pretendía ser un centro moderno y confortable. El hotel podía albergar a doscientas personas, "con todo el orden, limpieza y antisepsia del mejor sanatorio". Contaba con luz eléctrica -lo que constituía una prueba irrebatible de modernidad absoluta- tanto en el interior y como en el exterior, salón de recreo, sala de fumadores, de lectura y otra para juegos lícitos -"incluso billar"-, restaurante, comedores de preferencia, de primera y de segunda y otro más de tercera para la servidumbre. La cocina, se afirmaba, era excelente y el pan se horneaba en la casa. El agüista se beneficiaba, además, de la cercanía de la estación de ferrocarril de Santa Elena -a una hora de camino- que comunicaba el balneario con Madrid y Sevilla. La casa se garantizaba el enlace, con coche de caballos, a dicha estación ferroviaria.


El contacto con el exterior estaba asegurado, además, por el teléfono, conectado con el telégrafo de La Carolina, el servicio de Correos y la recepción de la prensa diaria. La protección quedaba a cargo de un puesto de la Guardia Civil y, para la mejor salud espiritual de todos, los domingos, se oficiaba una misa en la capilla. La opinión de los huéspedes podía ser muy elogiosa, como la del doctor don Francisco Valenzuela, del Hospital General de Madrid, que pasó allí una temporada en mayo de 1897, y dejó escrito en el álbum del balneario: "Deleite para el espíritu y salud para el cuerpo: eso es la La Aliseda". No lo dudamos pero, la verdad sea dicha, La Aliseda no debía de ser siempre un lugar alegre. Tendría sus días, más apagados o más animados, sus más y sus menos. La vida de un balneario no era, en principio, una fiesta. No sabemos, a ciencia cierta, si prevalecía el olor a jara, a perfumes fin de siglo o a mentol y desinfectantes. Podemos preguntarnos cómo convivirían los pobres pacientes, de salud quebrantada, con los que, sencillamente, pasaban allí unos días de descanso y sosegado esparcimiento. No es fácil, para nosotros, personas de siglo XXI, hacernos una idea precisa de la vida de balneario. Me consta, por haberlo oído de muy buena y fiable fuente, que los naturales de la comarca tenían cierta prevención hacia La Aliseda. Eludían su cercanía por el miedo a los contagios e incluso corrían bulos y rumores sobre la presencia de sacamantecas a los que acudían, desesperados, los que se morían a chorros. Es posible que en mayo fuese todo distinto pero la luz de finales de octubre no podía ser muy alegre en La Aliseda.

Salmerón y Amat, hombre de grandes ambiciones, pretendió hacer de La Aliseda un balneario de categoría y no estuvo muy lejos de cumplir su objetivo. Los huéspedes pertenecían a las clases media alta y alta, entre la burguesía acomodada y la aristocracia. En la prensa de la época se menciona la estancia de militares, profesores, eruditos, clérigos de cierto renombre, monjas y políticos, también de algunas personas de sangre real. Por allí pasó Sagasta, en octubre de 1891 y Alcalá Zamora en 1910. Bueno es saber que Salmerón y Amat, además de hombre de empresa, tuvo cierta actividad política dentro del Partido Liberal, fue diputado a Cortes en la legislatura iniciada en 1901 y senador. Cuando Sagasta estuvo en La Aliseda, recibió a una legión de notables, caciques locales y representantea de comités del Partido Liberal de Jaén y de los pueblos de la provincia. Los huéspedes disfrutarían, durante esos días, de poca calma pero estarían muy entretenidos con tanto trasiego. Más adelante, en 1910, visitó el balneario Niceto Alcalá Zamora, entonces en el campo monárquico y liberal. Creo que frecuentaba el lugar.  Respecto a visitantes linajudos mencionaré al marqués de Salas. Estaba casado con doña María Jesús Coello de Portugual y Pérez del Pulgar, de la nobleza giennense, hija de don Alonso Coello de Portugal y Contreras, que fue secretario y tesorero de la Infanta Doña Isabel. Don Salvador de Tavira y Acosta, marqués de Salas y caballero de Santiago, tuvo la mala fortuna de morir en el balneario el 12 de octubre de 1913. Fue un doloroso acontecimiento. Desde allí condujeron al pobre marqués a la estación de Santa Elena y, dos días después, llegó a la Estación de Atocha para ser conducido a La Almudena. Fue muy sentida esta muerte. Respecto a personas de sangre real referiré la presencia en La Aliseda de los infantes Don Carlos de Borbón y Doña María Luisa de Orleans abuelos de Juan Carlos I y bisabuelos de Felipe VI. Llegaron allí en abril de 1910, acompañados por el conde de Nieulant y por la esposa de don Niceto de Alcalá Zamora. Los infantes pasaron, previamente, por La Carolina donde se alojaron en la casa del alcalde. Allí, entre el séquito que los recibió, estuvieron el gobernador civil de Jaén, don Marcelino G. Argüelles y el cronista de Jaén, don Alfredo Cazabán.


La intención de los infantes -que son los que aparecen en la fotografía- era visitar los parajes relacionados con la batalla de Baillén, lo que de hecho hicieron pasando por La Huerta del Sordo y la aldea de Rumblar. Allí coincidieron con los romeros que volvían del Santuario de la Virgen de la Cabeza que prorrumpieron en vítores en su honor. Al año siguiente volvieron los Infantes y también en 1915. En este último año los acompañaban sus hijos Don Carlos y Doña Dolores de Borbón, permaneciendo allí hasta finales de octubre.

Sospecho que la decadencia de La Aliseda se produjo como consecuencia de la muerte de Salmerón y Amat, el 29 de octubre de 1916. Mandaron enterrarlo, por cierto, en la capilla del balneario que estaba bajo la advocación de San José. Años después, durante la primavera de 1927, un temporal destruyó, en parte considerable, el balneario. Esta historia tuvo, además, un colofón trágico. La viuda del fundador de La Aliseda, doña Ángela Fernández de Bustamante, padeció la pérdida de su fortuna, vivió en una modesta pensión de Madrid, sufriendo embargos, pleitos y apremios. Cuando parecía que iba a recuperar parte de su patrimonio, fue asesinada por un acreedor. Estaba en misa, en la iglesia de la Buena Dicha, de Madrid. Era el 15 de abril de 1934.
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* Los folletos consultados y citados son: Establecimiento de aguas minero-medicinales de la Colonia La Aliseda, Imprenta Asilo de Huérfanos, Madrid, 1897 y Gran Balneario de la Aliseda. Instrucciones y tarifas, Madrid 1908, Imprenta y esterotipia,Tudescos, 29. Las fotografías publicadas en las tres entradas dedicadas al balneario corresponden a dichos opúsculos y al fondo de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España, todo bajo licencia Creative Commons. El copyright del mapa pertenece al Instituto Geográfico Nacional. Al editar esta entrada, descubro un documentado e interesante artículo de Lorena Cádiz, publicado en Ideal, cuya lectura recomiendo.

domingo, 11 de septiembre de 2016

LA ALISEDA O LA VIDA DE BALNEARIO (II)




La Aliseda, famoso balneario, dividía la temporada en dos partes. La primera comenzaba el 15 de abril y acababa el 30 de junio. La segunda, se extendía entre el 1 de septiembre y el 15 de noviembre. Durante varios años, se prolongó la temporada otoñal hasta finales de dicho mes pero la falta de huéspedes y las bajas temperaturas de la estación aconsejaron abreviarla. Prudentemente, se renunciaba además al pleno verano por los intensos calores. La estancia aconsejada a los dolientes, como ya hemos apuntado en la anterior entrega, debía contar con una duración de dos o tres semanas. Un aspecto a considerar, si queremos saber de la vida de balneario, es la naturaleza de los tratamientos. Había dos fuentes, la de La Salud dedicada sólo a suministrar agua para beber y la de San José. El agua de esta fuente, de calidad ferruginosa, se suministraba con gas, gracias a un moderno aparato Mondolot. Además, si se estimaba oportuno, se tomaba en pulverizaciones y duchas filiformes. Desconozco la supuesta eficacia de estas prácticas -ya hemos visto las prudentes consideraciones del doctor Valcárcel- y nada puedo decir si se mantienen estas duchas y maniobras acuáticas en los actuales balnearios. Enumeraré algunas de las suministradas en La Aliseda y que parecen de novela de Julio Verne, a saber: inhalación difusa, inhalación directa, inhalación directa en el pozo, pulverización caliente en copa o cedacillo, pulverización filiforme difusa, pulverización de copa caliente, pediluvios, gárgaras con agua tibia -durante cinco o diez minutos- y duchas nasales calientes. Respecto a los neurasténicos se indicaba que "hallarán todos notable alivio y pronta curación la mayor parte, con el agua de la Salud en ayunas y a media tarde, tomada en la fuente, con dos inhalaciones difusas diarias en San José y la hidroterapia en forma de aplicaciones calientes y frías con sábana y ducha". Es conveniente indicar que las duchas, nada habituales en la higiene diaria, eran objeto de aprensiones y reservas. Con relación a los asmáticos, se recomendaban "cortas y repetidas dosis de agua gaseada tibia". A los rigores de estos brebajes y remojones se unía la prohibición del tabaco, la reducción severa del consumo de vino y la dieta "limitando la cena a una taza de café con leche y tostada, chocolate o sopa y un huevo pasado por agua, retirándose [el paciente] antes de ponerse el sol para no salir hasta las ocho o las nueve de la mañana". Consideramos que este panorama -irse a dormir a las nueve de la noche con un huevo pasado por agua entre pecho y espalda y así durante doce horas- debía de ser desolador para asmáticos sociables, conversadores, noctámbulos, de hábitos chispeantes y amablemente desenfadados. Se aconsejaba, de manera general, hacer ejercicio, unos hábitos ordenados, comidas saludables y aprovechar el buen clima. Las salidas al campo eran, decía el doctor Valcárcel, muy convenientes pero "a ningún enfermo le convienen los paseos fatigosos, ni las giras de campo imprudentes, siendo preferibles los ejercicios moderados y pasar las horas enteras sentado al aire, en medio de un bosque o en alturas solazándose a la sombra".


Pero sigamos con las fuentes. En un prospecto de 1897 se describen sus instalaciones y el entorno de éstas. No pueden ser más fin de siglo. La Fuente de la Salud estaba albergada en un kiosco, de aspecto modesto, entre una gran huerta y un castañar. Se accedía a tal punto por una avenida de rosales. El agüista se protegía del sol gracias a las ramas de los árboles entrelazadas que formaban una bóveda natural. La Fuente de San José estaba a unos ochocientos metros de la anterior y tenía dos partes diferenciadas. En la primera, el huesped accedía a un vestíbulo con una fuente de mármol blanco con dos grifos, uno de agua natural y otro de agua gaseada sin hierro. Cerca, una sala con ocho aparatos de pulverización y ducha filiforme. Allí los huéspedes se sometían a saludables aspersiones y otros ejercicios higiénicos. Además había un gabinete de inhalación difusa en cuyo centro se encontraba un pozo rodeado por una barandilla. Otro gabinete se dedicaba a la inhalación directa.  Contaba con una mesa redonda de mármol, dividida en diez compartimentos divididos por tabiques y equipados, cada uno, con un inhalador niquelado con su boquilla de cristal. En el centro de la mesa había un espléndido y fúnebre jarrón de bronce con flores. Completaba las instalaciones descritas "un gabinete para fumar". Debe quedar claro, además, que en dichas estancias y pasillos "hay escupideras, que se limpian con frecuencia, para evitar que los enfermos tengan que escupir en el suelo". El paciente, una vez duchado, debidamente espurreado y harto de aguas, gaseadas o no, baqueteado, tras un buen cigarro, podía volver a la fonda, con cierto alivio, por un parque y un camino flanqueado por acacias y castaños de Indias.

domingo, 4 de septiembre de 2016

LA ALISEDA O LA VIDA DE BALNEARIO ( I )

El balneario de La Aliseda estaba muy cerca del paso de Despeñaperros, en la provincia de Jaén. Durante un tiempo disfrutó de una buena consideración entre los establecimientos de su género. Antes de su fundación, la finca era propiedad de los marqueses de La Rambla que, en opinión de Dios y Ayuda (1797), la habían adquirido en 1730. Ya se tenía constancia de lo saludable de sus aguas y, para disfrute de lugar tan ameno, sus propietarios construyeron una casa. Sin embargo, la inseguridad y el relativo aislamiento, además de otras posibles causas, condenaron a tan apreciable lugar a cierto abandono y olvido aunque los marqueses, con liberalidad que les honra, no impedían que las gentes bebiesen libremente las aguas que ya contaban con justa fama. El espíritu emprendedor de don José Salmerón y Amat cambió la situación de La Aliseda. Nació hacia 1860 en Guix (Almería) y con pocos años llegó a las tierras de Jaén. En el reinado de Isabel II muchos naturales de las provincias de Almería y de Granada vinieron a las comarcas de Linares, Vilches y La Carolina. Buscaban las oportunidades que ofrecían la construcción del ferrocarril y la expansión de la minería. Salmerón y Amat fue uno de ellos, llegó siendo un niño al lugar indicado para una persona de su temple. Se a sí mismo, ganó un sólido patrimonio gracias a la minería y, entre sus inversiones, compró La Aliseda. Trató de hacer del lugar un balneario modélico. Para tal fin, invirtió capital y desvelos.

El lugar de La Aliseda está cerca de La Carolina y de Santa Elena. Los lectores han pasado muy cerca del lugar  en sus viajes entre Andalucía y Madrid.  De hecho, su posición geográfica se consideraba muy adecuada por la facilidad de sus comunicaciones, además de por lo frondoso de su arbolado y la benignidad de su clima. Desconozco la fecha precisa de la inauguración del balneario aunque, probablemente, fue hacia 1883. Estuvo bajo la dirección facultativa de distintos médicos. A finales del XIX, hacia 1897, ejercía tal responsabilidad el doctor don Ramón Gómez Torres. En 1908, estaba al frente del establecimiento, don Lope Valcárcel y Vargas. El doctor Valcárcel fue un facultativo con probados méritos: médico director de baños por oposición, dos veces laureado por la Real Academia de Medicina, diploma de primera clase del Real Consejo de Sanidad, medalla de oro de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona, medalla de plata del Colegio de Cirujanos de Boston, distintas condecoraciones españolas y extranjeras, medalla de plata en la Exposición de París de 1900, por sus conocimientos de hidrología. Su hoja de servicios se completaba con el primer premio en los Juegos Florales de Orense del año 1901. Con estas credenciales no podía ser más hombre de su tiempo. Decía contar con una experiencia de veintidós años en su especialidad. Por algunas de sus opiniones tengo yo por cosa probable que fuese hombre de ideas avanzadas y librepensadoras.



Valcárcel era muy honrado y muy claro en sus planteamientos. En un folleto dedicado al balneario, advertía a los enfermos, no sin cierta dureza, . que las aguas de éste, si bien tenían virtudes terapeúticas no eran eficaces para todos los males, así -decía- "ni basta beber el agua, ni absteniéndose de ésta, hacer uso de las inhalaciones". No prometía prodigios que no estaban en su mano. Ni quería crear falsas esperanzas ni engañar a nadie. Declaraba, tajante, que no estaba dispuesto a admitir huéspedes o pacientes "que considero en malas condiciones" y no dudaría en "llevar al ánimo de otros la necesidad de retirarse", indiferentemente a su posición social o fortuna. Las aguas, "sin vestigio de hierro" y "azoadas radioactivas" , procedían de la Fuente de San José y se reputaban como muy eficaces contra la predisposición tuberculosa, tuberculosis incipiente, tisis bacilar (en el primero y segundo período), dispepsias, achaques de bronquios, dolores y úlceras de estómago, catarros intestinales, infartos hepáticos y esplénicos, clorosis y hemorragias nasales, entre otros males. Otra era la Fuente de la Salud de "aguas bicarbonatadas alcalinas, litínicas y ferromagnéticas" para dolientes del aparato digestivo y urinario, anemia, caquexia palúdica y diabetes. Más adelante veremos la manera en que se tomaban las aguas y hablaremos de la vida de balneario.

domingo, 28 de agosto de 2016

MÁS SOBRE COCHES DE CABALLOS



En junio de 1637, el conde duque de Olivares puso en danza ochenta mulas para ir de Madrid a Loeches. El viaje era de ida y vuelta en el día, dos horas para cubrir cuatro leguas. Algunos coches  iban tirados por seis mulas. Este convoy fue visto por muchos como una muestra de ostentación. Los coches levantaban siempre polémicas. Para unos daban ocasión a todo tipo de inmoralidades y derroches. Para otros, empleaban irresponsablemente un elevado número de mulas y caballos que se podían dedicar a la labranza y a la guerra. La misma crianza de las mulas, decían, destinadas a los coches ponía en peligro la disponibilidad de caballos para los ejércitos católicos. Y, por si fuera poco, la nobleza abandonaba el ejercicio ecuestre entregándose a la vida muelle y desidiosa. La Corona tomó medidas, para reducir el número de coches, que no sentaron bien. Después de tantos gastos y desvelos, pensaban los poseedores de los carruajes, se les prohibía su uso. En 1612, las Cortes presentaron un memorial opuesto a las restricciones a la circulación de los coches. En dicho escrito se afirmaba que había hasta 3.000 propietarios de carruajes de viaje y paseo y que, de continuar la prohibición de los coches, se ha “de advertir la soledad tan grande en que esta Corte quedará sin ellos y la novedad que causará a los extranjeros que a ella vinieren dexando tanta multitud de coches que adornan y lustran todas las demás cortes de Europa”*. Entre los afectados se encontrarían, en porcentaje de consideración, los propios procuradores de Cortes. No carecían de razón. Los coches eran caros, surtían de boñigas, hoyos y trabajosos surcos las calles pero la Villa y Corte -cabeza de la Monarquía y de un imperio- pedía bullicio, vocerío de cocheros, cascabeleo de guarniciones, querellas protocolarias en los atascos, agravios en los pasos y, ante todo, mostrar el empaque del señorío. Lo demás eran tristezas y cicaterías.
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* El memorial en Archivo General de Simancas, Patronato Real, legajo 88, documento 454 - 1055R.

domingo, 21 de agosto de 2016

CABRERA EN LONDRES



Galdós en La campaña del Maestrazgo lo describe entre riscos y barranqueras. Azorín también lo evoca, en su "bregar afanoso y valeroso", en dicha comarca, alerta en un paisaje "áspero, luminoso, entre tomillos, cantuesos y espliegos". Desasosegado. Tramando acciones y golpes de mano, admirador de Napoleón, dado a crueldades, cortesías y actos generosos. Insensible o muy hecho al dolor ajeno y al propio, mandaba fusilar a los prisioneros sin reparo alguno. Tuvo mucho del carácter excesivo de los románticos y conoció el infierno, no a través de juegos literarios en gabinetes sino por la terrible y aleccionadora experiencia de la guerra y nada menos que en El Maestrazgo. Defensor de la Tradición y legitimista, tenía en poco las antiguas jerarquías estamentales, católico y pecador, no parecía dado a las triduos y novenas. Cuando acabó la guerra se exilió no en Austria o en Rusia sino en Inglaterra y casó bien, con Marianne Catherine Richards, una inglesa de buena casa. Vivía en Wentworth cerca de Londres. Allí fue a verle, en 1869, Carlos VII para que se sumase a la insurrección que ya tenían planeada y en ciernes. El rey carlista, de incógnito, se alojaba en Charing Cross, cerca del Strand. Cuentan que Cabrera fue áspero, expeditivo y honrado con Don Carlos: "siempre le dije que mientras no tuviese Vuestra Alteza a su lado hombres instruidos, honrados y que inspirasen confianza al partido no podría hacer nada" y con claridad le dijo "no cuente Vuestra Alteza conmigo, aunque me restablezca, mientras nuestros asuntos lleven la marcha de hoy". Conocía Cabrera las sempiternas y eternas querellas dentro del carlismo. También podía hablar como nadie de lo que son las guerras civiles y creo yo que los muertos pesarían mucho en su conciencia. Éstas son cosas  de las que saben, mejor que nadie, los militares. Y desde luego con más autoridad y conocimiento que los reyes y los políticos. Mucho le reprocharon, los que se mantenían fieles a la Causa, su decisión. No tenían razón. Cuando se ha vivido y se ha servido como lo hizo Ramón Cabrera se tiene licencia para eso y para mucho más. También le pidieron cuentas por reconocer por rey a Alfonso XII, que le visitó en Londres, y dar por bueno al régimen de la Restauración. Es posible que, cansado y dolido, viese en la vida inglesa, en su monarquía parlamentaria y sus libertades, virtudes y ventajas difíciles de discutir. Bien distinto era todo.
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* El retrato de Cabrera procede de aquí

domingo, 14 de agosto de 2016

MUERTE DE NUESTRA TRISTEZA


De nuestra noche candela, / de nuestras cuitas abrigo, / de nuestra virtud escuela, / de nuestras gracias espuela, / freno de nuestro enemigo, / muerte de nuestra tristeza, / vida de nuestros plazeres, / arca de nuestra riqueza, / fuerça de nuestra flaqueza, / corona de las mugeres.

("Loa a Nuestra Señora en comienço de la Istoria", en las Coplas de Vita Christi, de fray Íñigo de Mendoza, franciscano, limosnero de Reina Isabel)

lunes, 1 de agosto de 2016

DÍAS DE AGOSTO CON GABRIEL Y GALÁN



Bien está, ahora en pleno estío, volver a Gabriel y Galán y leer su poema "Mañanas y tardes"*. Lo escribió en Frades, en agosto de 1899. Menciona el poeta muchos pájaros -chillones, colorines, tórtolas, alondras, golondrinas, pardales y gorriones, perdices y perdigones- ahogados en sus vuelos y caminatas, presurosos en su búsqueda de las encinas, y su sombra de frescura palaciega, o al menos de "la tibia sombra de la retama". "Largas tardes de agosto!...tardes de calma!.../en vuestras largas horas se duerme el alma!...". El calor es tan intenso que "ni canta la culebra, ni rana alguna / asoma la cabeza por la laguna", sólo las lagartijas se aventuran en sus afanes. Las noches son un clamor de grillos. Escribió Gabriel y Galán un poema de trigales, zarzas, espinos y tomillares, de acacias y parrales, de cerezos y perales, de las yerbas, de la yedra y del junco del pantano. "Mañanas y tardes" es agosto. Un agosto alejado del mar, de silencios infinitos, de rastrojeras que crujen a nuestro paso, de perros dormitando junto a los carros, de ovejas abochornadas en las cañadas, de zumbidos e interminables secanos.
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*Blanco Cabeza, Casto, Cartas y poesías inéditas de Gabriel y Galán, Madrid, 1916.

viernes, 15 de julio de 2016

DEL MILAGRO QUE ACAECIÓ A DOS MOZOS CAUTIVOS


"En este tiempo acaesció un gran milagro que Nuestra Señora hizo por dos niños, el uno de edad de diez años, y el otro de doce, los quales estaban captivos, é metidos en una mazmorra en Antequera, é dentro de ella les apareció una muger muy hermosa, é les dixo que saliesen de allí, é no hubiesen miedo. É dende á tres días salieron por un albollon, é aquel día anduvieron perdidos, e dixo el uno al otro que se tornasen a Antequera, que mejor era que morir así de hambre; e allí les apareció la muger que les había aparescido e les dixo: andad acá, que yo os llevaré a Teba: en fuéronse en pos de ella, é dixo el uno al otro: allí paresce Peñarrubia. É díxosle la muger: id vos  agora derechos a Teba, y no hayais miedo. E luego la muxer desapareció: e los mozos se fueron seguros a Teba."
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"De un gran milagro que Nuestra Señora hizo por los mozos que estaban captivos en Antequera", 1409, en la Crónica de señor rey Don Juan, segundo de este nombre,

jueves, 30 de junio de 2016

EL VIAJE ALEMÁN DEL CONDE DE LAS ALMENAS


La vida en el balneario de Spa era elegante pero un poco monótona. Muchos aristócratas españoles pasaban allí la temporada estival. A veces, según un cronista de la época, la alameda de Sept-heures parecía El Retiro o la Casa de Campo. Transcurrían sus días entre excursiones campestres -con meriendas muy bien servidas- bailes, conciertos en el Casino y funciones de teatro. Al parecer, la prohibición de la ruleta, si bien salvó a muchos de la ruina, trajo consigo cierto decaimiento en la estación termal. Con o sin ruleta, imaginamos al conde de las Almenas un poco harto de la vida de balneario. Su carácter inquieto y curioso se ahogaba entre las aguas medicinales y las de aquel lluvioso verano de 1880. Para romper con el tedio, decidió viajar por Austria y Alemania.

En Berlín lo esperaba el conde de Benomar, embajador de España. Pocos podían introducirlo mejor entre las elites prusianas. El 18 de agosto escribía desde allí una carta a La Época* en la que Almenas manifestaba sin reservas su entusiasmo por Alemania. Es, quizás, una prueba de la incipiente germanofilia de ciertos círculos conservadores españoles. Nuestro conde quedó deslumbrado por Berlín. El oro ganado a Francia había financiado la construcción de una capital imponente, con grandes espacios urbanos y majestuosos monumentos. Sentenciaba: "quince años han bastado para que la Prusia haya realizado sus propósitos de engrandecimiento, paseando triunfante por el Continente el águila de su bandera". Alemania era un ejemplo para él por la eficiencia de su administración, por el culto a la disciplina, al orden y al mérito, también por la rectitud y sencillez de sus ciudadanos. El sentido de lo público se manifestaba en el cotidiano ejercicio de las virtudes cívicas. Admirábase Almenas ante la ausencia de recomendaciones y arreglos personales: "aquí no puede comprenderse que los destinos se tengan por favoritismo político, ni se explican las posiciones improvisadas [...] no se conoce la política de las personalidades, que todo lo mata y envenena; aquí se tiene un profundo respeto al talento y al mérito". Almenas sabía de lo que hablaba e inevitablemente comparaba tal situación con la de la España de su tiempo. Venía a decir, sin expresarlo de manera tajante, que no había enchufados ni caciques en Alemania. Este contraste se mostraba en el Ejército: "aquí no se comprende un general que entienda en política ni que se ocupe de ella. El gran Moltke, jefe del estado mayor de los ejércitos imperiales, tiene sus antesalas libres de pretendientes, que considerarían la mayor de las locuras poner en juego sus influencias para obtener un destino" y declaraba: "el mariscal no se ocupa más que de sus soldados". Con todo, el peso del Ejército era notorio: "Berlín está lleno de soldados" y "constantemente en movimiento siendo a su paso por las calles objeto de admiración y respeto". Había, sin embargo, gran actividad política en la prensa, en la vida social  y en las instituciones pero siempre buscando el bien del Estado, el interés público y con la indiscutible lealtad hacia "su respetable y anciano Emperador". El conde de las Almenas, conservador notorio, afirmaba ante los también conservadores lectores de La Época: "así se hacen los pueblos fuertes y poderosos, y sólo así son respetados y temidos". Hay en su escrito elogios a Bismarck y se sentía, además, orgulloso del respeto que inspiraba Cánovas en los altos círculos alemanes en los que se consideraba al Pártido Conservador como la única opción razonable de gobierno en España. Muy orgulloso decía: "he visto con grandísimo placer (porque soy español antes que todo) que estos hombres políticos y eminencias militares tienen de nosotros idea mucho más elevada que la que tenemos de nosotros mismos."
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La Época, 23-8-1880

domingo, 12 de junio de 2016

EL DÍA EN QUE FRANCISCA ENTRÓ EN EL MUNDO


Cuatro años tenía Francisca, hija de Alonso Rodríguez y de María de la Cámara. Cuatro años cuando entró a servir, en 1636, en la casa de su tío Cristóbal Rodríguez de Moya. Era de Torredonjimeno y a Jaén la llevaron sus padres. Al pasar el zaguán, Francisca no sabía que allí permanecería, si Dios no disponía otra cosa, los siguientes dieciséis años. Después ya se vería. Incierta era la vida para saber lo que vendría con el tiempo. Los padres recibirían 2.000 maravedíes por año. Una paga que, sin ser mucha, era superior a la habitual, dada su relación familiar, pues "sigún la costumbre que se tiene de ganar las mozas de serbicio, no se les dé más de hasta tres ducados cada año". También recibiría vestido, manutención y todo lo necesario, correspondiente "a su hedad, estado y calidad". Nunca sabremos si se despidieron de ella con alivio o con pena. Ese día, sin saberlo, Francisca -cuatro años, pariente pobre, hija de Alonso y de María- entró en el mundo. Aquí comenzaron los quehaceres de la niña. Al principio muy pocos. Después barrería, limpiaría vidriados, bruñiría el cobre, despabilaría velones, acompañaría a misa a su tía y, con el buen tiempo, ayudaría a desesterar las estancias. Así, como sin darse cuenta, vería pasar tras los cristales los lentos días del siglo XVII.

miércoles, 8 de junio de 2016

EXVOTOS


 "Que si andamos, les ofrezcamos las muletas de cuando estuvimos agravados y tullidos con pobreza; si escapamos de trabajos, les vamos a sacrificar la mortaja que la fortuna nos tenía cortada, cirios y figuras de cera, declarando ser el milagro suyo, y colguemos en su templo las cadenas con que salimos a puerto del cautiverio de nuestras miserias." (Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, 1599 )

jueves, 2 de junio de 2016

HOTELES ISABELINOS.



En la Guía oficial de los viajeros en los caminos de hierro, vapores y diligencias (Imprenta de La Iberia, Madrid, 1865) se incluyen varios anuncios de fondas y hoteles de Madrid y del extranjero. Comencemos con los de Madrid y, en particular, con el Hotel de Francia, ubicado en la calle del Carmen, 30, y a cargo de Bautista Landarreche. En el anuncio se destacaba su centrica posición, cercana a la Puerta del Sol y también que "la cocina está dirijida a la francesa y a la inglesa", con mesa redonda a las seis de la tarde y restaurant en la planta baja. La mesa redonda -de la que Josep Pla da cuenta en su Viaje en autobús- consistía en un servicio de comedor en el que los clientes comían juntos y en buena compañía sin que, en principio, tuviesen relación familiar o de amistad. El restaurante o restaurant, que es el término utilizado, era -o pretendía ser- de más empaque y los comensales se distribuían en mesas individuales. Otro establecimiento anunciado es el Gran Hotel-Restaurant de Embajadores, calle de la Victoria 1, en la casa de la célebre Fontana de Oro. Todavía
retumbaban los discursos de los más arrebatados próceres liberales pero, al margen de cuestiones políticas, en la guía nada se habla de vivas ni mueras y, en cambio, se encomiaban sus "grandes y elegantes habitaciones para familias" con vistas a la Carrera de San Jerónimo y a la Puerta del Sol. Se ofrecían, además, habitaciones para una o dos personas "adornadas con lujo" y otras interiores, supongo que más austeras, para clientela de menos caudales o, sencillamente, más ahorrativa. A las seis de la tarde había mesa redonda al elevado precio de 20 reales el cubierto. En 1865, el hotel estaba enfrascado en reformas para ponerlo a la altura de los mejores de Europa "hermanando el buen servicio con economía con la comodidad, economía y lujo". Del Hotel de las Cuatro Naciones, en la calle del Arenal, 19 y 21, se destacaba su cocina francesa, con un restaurant en la planta baja. Era propiedad de Simón y Compañía. El Hotel Villa de Madrid, calle de Juan de Andas, 12, en la Casa Grande de las Columnas, contaba con alimentos bien condimentados "con primor y aseo" y un servicio con "agrado y esmero". Era regentado, con todo celo, por su dueña, doña Carmen Galán. Lo del agrado era fundamental y lo de la pulcritud también. Nada más penoso que las impertinencias, los malos modos y la cochambre. Más modesta, al menos en apariencia, era la casa de huéspedes de doña Eusebia de Costa. Estaba en la calle de Peligros, número 3, pisos segundo y tercero. Se había fundado hacia 1835 y era un establecimiento "frecuentado por familias distinguidas de España y del estranjero". Los alojados podían asomarse alegremente, desde sus habitaciones, por cierto muy bien amuebladas, a las calles de Alcalá, Aduanas y Peligros. Esta acreditada casa de huéspedes, decía el anuncio, "cuenta con criados inteligentes", lo que siempre aliviaba pues es de todos sabido que nada hay más peligroso -ni más malo- que un necio. Bajo el techo de doña Eusebia no se toleraba la chabacanería y se destacaba que "el trato es esmerado, poniendo su dueña especial cuidado en complacer a sus favorecedores". Contaba con servicio de lavandería y repaso de la ropa, además de la consabida mesa redonda, todo a unos precios no ya razonables sino "extremadamente moderados". Si yo hubiese acudido al Madrid isabelino, a tomar posesión de un destino, a visitar al conde de las Almenas o como diputado a Cortes por Jaén, es muy posible que hubiese elegido una casa de huéspedes tan concertada y decente. La Fonda de Bossio estaba situada en la calle Duque de Zaragoza, con fachadas al Paseo de la Reina y a Alicante, se declaraba que "su elegancia y buen trato son las mejores recomendaciones de este establecimiento". Tenía mesa redonda a las diez y a las cinco. No debemos pensar que por llamarse fonda era lugar de poca categoría, comparable a una posada de trajinantes, estudiantes pobres, menestrales y arrieros.
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*Ilustración: BNE CC.







jueves, 26 de mayo de 2016

DE LA POLÍTICA MONETARIA DE FELIPE IV ( y 2 )

La reducción del vellón, planteada en 1628, dio lugar a unos debates muy enconados en el seno de los cabildos municipales consultados por la Corona. En estas controversias, en términos generales, se defendieron dos posiciones. Unos caballeros eran partidarios de indemnizar a los poseedores de la moneda que iba a ser depreciada y otros, en cambio, eran de la opinión contraria. A favor de la primera opción se alinearon Madrid, Toledo, Burgos, León, Salamanca, Guadalajara, Murcia, Córdoba, Valladolid, Ávila y Jaén. En contra se manifestaron Sevilla, Segovia, Soria, Toro, La Coruña, Jerez de la Frontera, el Señorío de Vizcaya y Ávila. Conozco, de manera directa por haber consultado las correspondientes actas, las deliberaciones de los  componentes del Cabildo municipal de Jaén. En el cabildo celebrado el 10 de junio de 1628, el corregidor don Andrés de Godoy Ponce de León pidió a los caballeros veinticuatro que tratasen sobre la conveniencia de la bajada del vellón. Les concedió el plazo de ocho días. Las reuniones se celebraron por las tardes "guardándose sumamente secreto". El Corregidor defendió, como era su obligación pues para eso representaba al Rey, la conveniencia de bajar el valor del vellón. La consideraba una medida sensata "sin que los pobres padezcan por sisas por ser gravosas" y "para que antes se restaure el Reino". Eran, en verdad, argumentos muy poco elaborados. El Cabildo municipal, sin embargo, no estaba tan convencido de la conveniencia de tal medida. Uno de los adversarios del vellón fue el veinticuatro Alonso de Valenzuela que, por su trayectoria personal, había demostrado tener ciertos conocimientos en cuestiones de negocios y dinero. Así, afirmó: "es grandísimo daño que la moneda de vellón hace y que es fuerça para la restauración deste Reyno consumirla". Dijo, además, que era necesario reactivar la circulación de la moneda de plata que era, a efectos prácticos, inexistente "porque no corriendo [...] fuerça es que los tratos y comercios cesen”. Nadie quería vender nada a cambio de una moneda de incierto valor. Además de todo esto, añadió Alonso de Valenzuela, el vellón había sido muy nocivo por haber propiciado la difusión de moneda "que se ha labrado y entrado de los reinos extraños". Don Jorge de Contreras Torres, un regidor adscrito al bando más olivarista dentro del Cabildo, discrepó en esta ocasión de las posiciones oficiales y manifestó su desconfianza hacia las medidas deflacionarias propuestas y su temor de que los vecinos no pudiesen pagar sus tributos. Don Pedro de Biedma dijo que no era justo que los propietarios de moneda de vellón perdiesen "sin género de satisfacción las tres partes de quatro". A su entender, las principales perjudicados serían los conventos de monjas "al tener sus caudales en censos". En esta misma línea incidió don Íñigo de Córdoba y Mendoza, futuro conde de Torralba y seguidor de la línea política más oficialista. En este caso también se mostró contrario a la baja del vellón que, lejos de conseguir "el eficaz reparo destos reynos, sería su misma destrucción especialmente de los conventos de religiosas y demás comunidades que tienen su hacienda en censos", además se "estragarían los tratos" saliendo, a fin de cuentas, perjudicada la Real Hacienda pues menos acabaría recaudando*. Justo es decir que los regidores no sólo temían por los ingresos de los conventos sino también  por sus propias rentas. ¿Con qué moneda cobrarían los réditos de los censos y juros?, ¿qué valor real tendía la moneda que atesoraban en sus arquetas y bolsas?, ¿en qué medida estos cambios repercutirían en la rentabilidad de sus arrendamientos rústicos y urbanos?, ¿bajarían los precios o ascenderían?. Estos hidalgos no eran expertos en banca o finanzas pero intuían el imprevisible efecto de tales medidas.

La primera consecuencia de la bajada del vellón fue la desconfianza. Mencionaré un ejemplo que se debió de producir en muchos lugares de España. El siete de agosto de 1628 se decidió tal medida. Cinco días después llegaba la noticia a un pueblo del interior de España. En Pozoblanco, al norte del Reino de Córdoba, un auto del Cabildo municipal del doce de agosto de 1628, declaraba "que en esta villa hai rebuluzión de que hai bajada en la moneda de bellón y a sido causa de que las personas que benden mantenimientos en esta villa de pan y vino, y carne y aceite, sal y todas las demás cosas de mantenimiento no quieren bender y los pobres y pasajeros padezen con gran nezesidad de hambre". El Concejo ordenó, bajo pena de 1.000 maravedíes, que los que "hasta oi an bendido los dichos mantenimientos los bendan como asta aora, tomando la moneda que asta oi a corrido hasta que se sepa con zertidumbre de la cabeza de partido el horden que se a de tener"**. Ningún tendero se atrevía a vender sus artículos a cambio de una moneda cuyo valor real no podía estimar. Como escribió Stefan Zweig, refiriéndose a la Viena de entreguerras, asolada por la inflación: “Pronto ya nadie sabía cuánto costaba algo.***
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*Las deliberaciones en mi libro: Reforma, decadencia y absolutismo. Jaén a inicios del reinado de Felipe IV, Jaén 1999.
** Las noticias de Pozoblanco las publiqué en `Pozoblanco en la primera mitad del siglo XVII` Premio Juan Ginés de Sepúlveda, Pozoblanco, 1993.
***El mundo de ayer (1939-1941).

lunes, 23 de mayo de 2016

DE LA POLÍTICA MONETARIA DE FELIPE IV (I)

La Casa de Austria trató de paliar sus penurias mediante la emisión de moneda de vellón. Consistía en reducir la cantidad de plata en las monedas acuñadas, sustituyéndola por cobre y, de esta forma, aumentar el dinero en circulación sin emplear una mayor cantidad de metal precioso. Este sencillo remedio, a modo de alquimia, permitió, a corto plazo, que la Real Hacienda dispusiese de una liquidez mayor. Si faltaban reales se acuñaban más y todos felices. Sin embargo fue un ardid pernicioso. La emisión de vellón puso en circulación un dinero envilecido del que todos se querían desprender, provocó una evidente subida de los precios que agravó la tendencia inflacionista vivida en España desde el siglo XVI y, como por ensalmo, la plata dejó de circular. La moneda de vellón pronto fue rechazada por toda la sociedad española del siglo XVII. Todos querían pagar con cobre y cobrar en plata. Ya, de manera relativamente temprana, el jesuita Juan de Mariana condenó, con los más duros términos, estas acuñaciones considerándolas una desvergüenza. También los procuradores de Cortes, en nombre de sus ciudades, manifestaron lo que era opinión general en todo el Reino y, siempre que pudieron, pidieron a la Corona que dejase de ordenar estas emisiones. Justificaciones no faltaban según la Corte y los consejos: las necesidades eran muchas, graves los compromisos y pocos los medios para afrontarlos. Estaban en juego la unidad católica de Europa, la conservación de los reinos de la Monarquía y el tener la guerra fuera, bien lejos de las fronteras de España.

La Corona consciente del mal y de la impopularidad asociados a esta política monetaria decidió en 1628 reducir a la mitad el valor nominal de todas las piezas de vellón. Fue una rigurosa medida deflacionaria. Con este proyecto, la Corona pretendía aumentar la circulación de la plata además de bajar los precios y controlar el caos monetario vigente. Si bien el Rey podía decidir lo que considerase oportuno al respecto, no era prudente ir por las bravas. Era una decisión que se debía tomar con mucha prudencia. A la altura de ese año, 1628, los españoles ya estaban muy escarmentados en materia de arbitrios, tributos y manipulaciones monetarias. La precipitación en estas cuestiones podían ser el camino seguro hacia el motín y la algarada. Tampoco era conveniente dar pie a que circulasen memoriales, sátiras y pasquines. A los españoles del seiscientos les apasionaban estas controversias. Aquí, hasta los más rústicos sabían de arbitrios y se hablaba de encabezamientos y alcabalas. El tiempo era bueno, más que avanzado el verano, y nada mejor que comentar, en nerviosa tertulia, las noticias políticas. Ordenó el Rey consultar, de manera directa, a las ciudades con voto en Cortes y a otras que, sin tener voto en éstas, eran especialmente relevantes. Los corregidores recibieron instrucciones desde el Consejo de  Castilla para que las deliberaciones se realizasen con la mayor discreción e incluso en secreto. Había razones para ello. Debe tenerse en cuenta que en estas reuniones sólo participaron los miembros de las oligarquías locales que controlaban los cabildos municipales. Los vecinos de las ciudades, y no digamos los de las villas y lugares, quedaban al margen de tales discusiones. Tenían, sin embargo, las plazuelas y las gradas de las iglesias. El sigilo exigido prueba que se tenía muy en cuenta la opinión de los vecinos, del pueblo llano, y que se temía su reacción. No era para menos.


lunes, 16 de mayo de 2016

EL CAPITÁN VERDUGO, LA CERVEZA Y LOS PELIGROS DEL AGUA

Francisco Verdugo sirvió a Felipe II durante muchos años. Sentó plaza de soldado en 1557, cuando la guerra con Francia, nada menos que en San Quintín, demostró coraje y dotes para la vida castrense. Le dieron, entonces, una ventaja de ocho escudos. Desde unos orígenes oscuros, a fuerza de trabajos y peligros, llegó a mucho. Desde 1581, durante catorce años, estuvo en su puesto como gobernador y capitán general de la provincia de Frisia. Dicen que fue el más duro, cínico, frío y desilusionado capitán español del siglo XVI. Y bueno como el que más en lo suyo, añadiríamos nosotros. Decía, con escarmentado realismo, que "al fin las victorias vienen de Dios y él las da a quien es servido, pero también es necesario que los hombres se ayuden y provean de su parte sin dexar cosas a la ventura". Su mando en Frisia le ocasionó muchos desvelos y desengaños: "ha sido gran desgracia mía haber empleado catorce años, los mejores de mi vida, tratando con la gente que en este discurso he significado". Sin sustancia para las pagas de los soldados, con grandes aprietos para alojar y alimentar a las compañías, lo acusaron de administrar mal la bolsa del Rey. Pero dejemos, en esta ocasión, la guerra y la política. Mencionamos a Francisco Verdugo por una observación que recogió en su Comentario de la guerra de Frisia:

"Estas tropas que yo inviaba mataban mucho de ellos, y era lástima de ver a los gascones, que por no ser acostumbrados a beber cerveza, bebían agua, y con ella les vino una enfermedad, que se quedaban por aquellos caminos en tropas; había entre ellos mucha nobleza y joventud [...] fue tanta la mortandad que no escaparon de veinte uno".

Estos gascones se morían por beber agua corrompida. A falta de vino, cien veces mejor la cerveza que las aguas hediondas.

miércoles, 11 de mayo de 2016

EL VIAJE DE FELIPE IV Y LOS RECIOS TEMPORALES DE 1624

Con motivo de esta primavera lluviosa voy a recordar el viaje de Felipe IV a Andalucía en 1624. Un viaje real era empresa de mucha dificultad, trabajo y gasto. No era para iniciarlo a la ligera. Había muchos libramientos que contabilizar, numerosas partidas que barajar en una Real Hacienda quebrantada y unas arcas locales empeñadas y plagadas de trampas. Los concejos por donde pasaba la comitiva real tenían la obligación de aportar víveres, arreglar caminos y preparar aposentos. El dispendio era enorme y a todos estos gastos se unía la obligada organización de festejos y regocijos para honrar al Rey. Cada pueblo o ciudad festejaba su llegada como podía. Algunas demostraciones eran modestas e incluso ingenuas, como en Santisteban del Puerto donde, según Joaquín Mercado Egea, prepararon una iluminación con lamparillas y un cordel de cohetes "que venía uno y respondía otro". En Jaén, entre otros espectáculos y homenajes, hubo salvas artilleras desde el Castillo de Santa Catalina e "invenciones de fuegos" y luminarias, como bien recogió Rafael Ortega y Sagrista hace años.

El viaje a Andalucía no fue dispuesto por gusto o afición sino por empeño del Conde Duque. Se negaban los caballeros veinticuatro de las ciudades andaluzas con voto en Cortes a dar licencia a sus procuradores de Cortes para que autorizasen nuevas cargas tributarias. El patriciado urbano que controlaba los poderosos cabildos municipales con voto en Cortes desconfiaba de las reformas de Olivares. Desde la Corte no había manera de doblegar a los más incorregibles. Ni con la merced ni con la vara. Pensaba Olivares que la presencia del Rey movería los corazones de tan leales vasallos y que, al fin, se avendrían a autorizar lo que la Monarquía les pedía. Algo se consiguió al respecto pero no sin grandes esfuerzos y sinsabores. Salió el Rey de Madrid el 8 de febrero y volvió el 19 de abril.  El Rey viajaba en coche de seis mulas, a caballo y, a veces, en litera. Hubo días de mucho penar por las lluvias. Cuando preparaban la llegada de Don Felipe a Sevilla diluvió con furia. Los aires fueron tan rigurosos que arrancaron árboles de cuajo y derribaron - como si fuesen cartones- los andamiajes que se habían preparado para dar lucimiento a tan memorable jornada. En el Guadalquivir, según consta en lo escrito por un memorialista, el viento "trastornó muchos barcos, dos pataches junto a Borrego, y en Sanlúcar dos naos inglesas, y otros muchos daños". El temporal fue sufrido en Sevilla desde el atardecer del 15 de febrero y sorprendió a Quevedo, cuando formaba parte del séquito real, cerca de Linares. Desde Andújar, el 17 de febrero, le contaba el mal pasaje al marqués de Velada:

<<Del Condado pasamos a Linares jornada para el cielo y camino de salvación, estrecho y lleno de trabajos y miserias [...]  íbamos en el coche [... ] con diez mulas; y en ennocheciendo, en una cuesta que tienen los de Linares para cazar acémilas, nos quedamos atollados [...] determinamos dormir en el coche. Estaba la cuesta toda llena de hogueras y hachones de paja, que habían puesto fuego a los olivares del lugar. Oíanse lamentos de arrieros en pena, azotes y gritos de cocheros, maldiciones de caminante. Los de a pie sacaban la pierna donde la metieron sin media ni zapato.>>

Sería  de ver a aquellos caballeros de hábito y a los gentilhombres con sus llaves - la gloria de la nobleza de Castilla-  yertos, mojados, mal dormidos, peor comidos, las calzas perdidas de barro, entre reniegos de carreteros, caminos empantanados, juramentos de mozos de mulas y acémilas de imposible gobierno. Nunca olvidaría Quevedo lo vivido en esa primavera de 1624.