domingo, 27 de marzo de 2016

CÁNOVAS Y LOS ÁRBOLES

Eugenio Noel en su tremendista Pan y toros (1913) describe una España en la que los mozos, desaforados y bárbaros, destrozaban los árboles para alardear de su fuerza. El supuesto odio de los labradores y pastores al árbol fue uno de los muchos tópicos difundidos por regeneracionistas y noventayochistas. No negaremos que podía existir un fondo real, todo lo exagerado que se quiera por escritores y publicistas, en esta actitud. El bosque se ha considerado, durante siglos, improductivo y los bajos rendimientos de la tierra se trataban de compensar con un aumento de las roturaciones en perjuicio de la riqueza forestal. También pesaba la tradición ganadera, trashumante y extensiva, poco amiga entonces de los bosques cerrados. Sin embargo, el paisaje de finales del XIX, por fuerza tenía que mostrar los efectos de una desforestación que, si bien venía de antiguo, se acrecentó con unos procesos desamortizadores  prolongados hasta la década de 1890. Entre 1860 y 1890 se subastaron más de cinco millones de hectáreas de montes públicos destinados, en gran medida a labranzas y pastos. Posiblemente nunca tuvo España, a lo largo de su Historia, tan pocos árboles como en esos años. Cánovas en su discurso De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista (1891) atribuía la pobreza de nuestro arbolado no a una presunta antipatía ancestral del español -en concreto de los labradores castellanos o extremeños- hacia los bosques sino a una serie de factores naturales. Decía: "¿Cómo les basta -a los manchegos y extremeños- que un poco de cieno líquido, a manera de culebra vil, se deslice por el campo de Montiel, de quijotesca memoria, para criar por junto a Argamasilla de Alba sotos de olmos y otros árboles capaces de dar envidia al regio Aranjuez?. Por qué en todo el Tomelloso, pueblo tan vecino, no se encuentra, en cambio, sino tal cual acacia tísica frente a la iglesia?". Por el contrario  comparaba la aridez mesetaria con las provincias vascas, Galicia y las huertas de Valencia y Murcia, donde el agua es abundante. En esas regiones, decía, "ni detestan los labradores los árboles, ni está el campo despoblado, ni las tierras se dejan de cultivar años y años". Consideraba indiscutibles estos hechos y denunciaba que "ningún difamador de nuestros campesinos responde a este sencillo dato experimental". Afirmaba, además, que el camino para cambiar "ese desolador aspecto de la mayor parte de nuestros campos, que sin razón se achaca a sus moradores" pasaba por la construcción de obras hidráulicas por parte del Estado, defendida tanto y aplicada por regeneracionistas de derechas y de izquierdas. Sin embargo, Cánovas, realista siempre, se lamentaba de la falta de capitales para afrontar tales proyectos pues la Hacienda Pública, de la que prefería no hablar, carecía de caudales y poco cabía esperar de las inversiones de capital foráneo, castigado y escarmentado por el trato recibido por parte de distintos gobiernos españoles.

domingo, 13 de marzo de 2016

LA ROCHEFOUCAULD, CORBIE Y UN MAL RATO PARA EL CONDE DUQUE

FUENTE: BNE (CC)
A mediados de agosto de 1636 los españoles entraron en Corbie. Buena jornada fue aquella pues, tomada la plaza, los veteranos del Cardenal Infante sólo tenían que recorrer ochenta kilómetros, con las picas al hombro, para entrar en París. Allí, mientras, había representaciones de El Cid de Corneille. Lo español tenía mucho peso en aquellos años. Poco duró el júbilo por la victoria pues los franceses, que eran buenos soldados también, se rehicieron y recuperaron Corbie el 14 de noviembre. Pasó muy mal rato el Conde Duque cuando se enteró de tan aciaga noticia. Dirá después: "sólo deseaba acostarme y morir".

En la reconquista de Corbie estuvo el duque de la Rochefoucauld. Era muy gran señor, elegante a más no poder y desengañado. Don Francisco Giménez Gracia, en un memorable artículo sobre los entronques de la Casa de La Rochefoucauld con el hada Melusina, afirma, con tanta razón como elegancia, que perdió todas las batallas más nobles del Gran Siècle. No fue la primera vez que se batió el Duque con los españoles pues participó en la campaña de Italia, en el Pas-de-Suse, junto a Luis XIII y a Richelieu. También estuvo en 1635, como caballero particular, en la batalla de Avein, nueve años después en Gravelinas y en otras ocasiones que no menciono de aquella larga guerra entre España y Francia. La Rochefoucauld fue inquieto y valiente, también un notorio conspirador que, desde la soberbia de su sangre, se levantó contra su Rey con el seguro y secreto regocijo de la Corte de Madrid. Decía, y sabía de lo que hablaba, que había que tener intrepidez y corazón para sostenerse con dignidad en las conspiraciones. En una de esas aventuras, en 1652, al entrar en París, cuando acompañaba a Condé, le dieron un mosquetazo "atravesándole la cabeza por encima de los ojos, hasta hacérselos salir de la cara"*. Es posible que en el trance no perdiese ni la ironía ni la compostura. Nunca volvió Francia a contar una aristocracia con tal instinto de independencia.

No podemos, ni queremos, dejar de sentir una profunda simpatía por el señor de La Rochefoucauld, desdeñoso y galante, castigado por frondeur, encastillado y solo en sus desmochadas torres.
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*La descripción de la herida es de la introducción de Carlos Pujol a las Máximas, en su edición de 1984).

domingo, 6 de marzo de 2016

EL ÚLTIMO TRAGO DE DON ÁLVARO DE LUNA



Pasó la noche en vela don Álvaro, acompañado de frailes, y se puso en paz con Dios. Al religioso que lo confesó "rogó con mucha aficción [...] que non le dexasse nin se partiesse del fasta el passo de la muerte"*. Hizo testamento y se arrepintió de sus malas acciones. Al clarear, en esa mañana de junio de 1453, se compuso, afeitó y lavó su cara. Oyó misa, recibió la comunión y, después, le trajeron un plato de guindas, del que tomó algunas, pan y una taza de vino puro. Después lo condujeron a la Plaza Mayor de Valladolid, frente al convento de San Francisco. Allí estaba el patíbulo. Tenía éste un suelo de tablas que, para adecentarlo, lo cubrieron con una alfombra. También compusieron allí un altar y fijaron un palo con un garabato de hierro. Llegó don Álvaro con una comitiva de frailes y gente armada, montado sobre una mula enjaezada de luto "con aquel gesto, é con aquel semblante, é con aquel sosiego que solía cabalgar los passados tiempos de su leda e risueña fortuna". Vestía de azul y sobre los hombros llevaba una capa negra. Tocó una trompeta "en doloroso é triste é desapacible son". Diego Estúñiga que, como teniente del Justicia Mayor, empuñaba una caña en cuyo extremo estaba la sentencia del Rey. Tras muchos pregones, demostraciones y pésames, subió don Álvaro de Luna al caldalso "sin empacho alguno". Se destocó con gracia y lanzó el sombrero a un paje de los que con él iban**. Ese donaire ante la muerte por fuerza debe ser admirado.

El verdugo tenía un cordel dispuesto. Le preguntó don Álvaro para qué era y le contestó: "Señor, voy a ataros las manos, o al menos los pulgares para evitar algunas bascas que hagáis por apartar el cuchillo con el espanto de la muerte". Don Álvaro, a su manera un dandi del siglo XV, comprendió y le entregó al verdugo un cordón o agujeta de seda, que llevaba en un garvier, para que lo trabasen como era debido. Después preguntó sobre el palo con el garabato de hierro. Le dijeron que era para su cabeza. En esto no hubo ni trueque ni merced. 

Tres días estuvo expuesto el degollado, aquel que tanto fue en Castilla. Después dejaron la cabeza seis días más. Pusieron al lado una escudilla de plata para costear el enterramiento del ajusticiado "y en aquel bacín fue echado asaz dinero".
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*Las citas pertenecen a la Crómica de don Álvaro de Luna, utilizó la edición de la imprenta de don Antonio de Sancha, Madrid, 1783. La referencia al bacín de plata en la obra de César Silió, ´ Don Álvaro de Luna y su tiempo´, edición de 1957.
** El paje que recibió el sombrero, lanzado con majeza por don Álvaro, se llamaba Morales.