Escribió el padre Pedro de Rivadeneira que Arturo de Inglaterra entregó su alma a Dios, cuando frisaba los dieciséis años, por una "calentura lenta". Quedó Catalina de Aragón viuda y allí, en esas islas, volvió a casar con Enrique VIII, hermano del muerto. Rivadeneira, que vivió entre ingleses, hizo un retrato admirable -con sutilezas de jesuita- de Catalina y desentrañó, con fría precisión, las consecuencias de un matrimonio entre personas de "costumbres desemejantes".
Fue Catalina de Aragón una mujer inteligente, sensata y virtuosa. Muy consciente de su dignidad real. No era para menos: sobre las espaldas de su Casa -con el recuerdo de la hermana loca y el hermano malogrado en su mocedad- se cargaba un imperio en ciernes, el vivido milagro de la España que veía morirse la Edad Media y alumbrar nuestro gran siglo XVI. Otro era el aire de Enrique VIII, descrito como "mozo brioso, dado a pasatiempos, liviandades y de las mismas criadas de la Reina tenía dos, y a veces tres por amigas". Mal iban a ir las cosas y los negocios del matrimonio. Dice, con rotundidad, nuestro autor: "aunque la Reina no era más de cinco años mayor de edad que el Rey [...] en la vida y costumbres parecía que le llevaba mil años".
La vida diaria de Doña Catalina la esboza el jesuita con maestría: se levantaba a media noche "y hallábase presente en los maitines de los religiosos". Después se retiraba y volvía a estar en pie a las cinco de la mañana y procedía a vestirse. Decía "que ningún tiempo le parecía que perdía sino el que gastaba en arrearse y componerse". Bajo sus ropas vestía un hábito de terciaria franciscana. Los viernes y sábados ayunaba, las vigilias de Nuestra Señora las pasaba a pan y agua. Los miércoles y viernes confesaba y los domingos comulgaba. Rezaba diariamente las horas de Nuestra Señora y pasaba sus mañanas en la capilla. En unos tiempos en los que cabildos e hidalgos de pueblo pleiteaban, hasta estragar sus caudales, por escaños, bancos y reclinatorios, ella rezaba "siempre las rodillas en el suelo, sin estrado ni sitial, ni otra cosa de regalo o autoridad". Después de comer dedicaba dos horas a leer vidas de santos "estando sus dueñas y damas presentes". Por la tarde volvía a la capilla y, después, cenaba con mucha templanza y se retiraba. Declara Rivadeneira: "hizo siempre esta vida".
Rivadeneira, comprensivo y resignado ante las flaquezas humanas, sentenció: "no pudo corazón tan desenfrenado como el de Enrique tener paz con princesa tan recogida y tan religiosa".
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*Pedro de Rivadeneira, Historia del cisma de Inglaterra (1588).
La ilustración procede de aquí
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