viernes, 28 de octubre de 2016

SALUDO CON INCLINACIÓN NOBLE

El escolapio don Santiago Delgado de Jesús y María en su Catecismo de urbanidad (1817) prescribe que a Grandes, títulos del Reino y personas principales se les debe saludar con los talones juntos, las puntas separadas, "con inclinación noble del cuerpo y no de la cabeza". Es lo que ejecuta, con soltura y corrección, Alan Rickman en su intrepretación austeniana del coronel Brandon, en Sense and Sensibility.



martes, 18 de octubre de 2016

JURAMENTOS DE UN SOLDADO

Entre los numerosos personajes del Entremés de la casa de posadas, de Francisco de Castro (1672-1713) aparece un soldado viejo. Acudía con asiduidad a la estafeta de Toledo a buscar nuevas de Flandes y hablaba de las cosas de la guerra en la Puerta del Sol. También leía las gacetas que se publicaban los jueves. Se desvivía por tener noticias de lo que pasaba en las más lejanas monarquías. Cuando era de noche se cobijaba en una mala posada, donde dormía en compañía de otros pobretones. Soñaba quijotescamente, acompañado de voces y aspavientos, con acciones de guerra en Ceuta. Lanzaba grandes juramentos: "por la batalla Naval, / por el sitio de Viena, / por la rendición de Buda,/ y las paces de Nimega". No haya risas, nos inspira un gran respeto este soldado de tiempos derrotados. Incluso en lo que había de exagerado, de excesivo, en su conducta pervivía soterrada una sombra de lo que fuimos.


jueves, 13 de octubre de 2016

COCINA DE CAZADORES



Don Pedro de Morales Prieto en su libro Las monterías en Sierra Morena a mediados del siglo XIX, (Madrid, 1902) relata con todo detalle una expedición de caza que tuvo lugar en el otoño de 1864. Don Pedro hilvana, con gracia y amenidad, la expedición cinegética de unos reputados cazadores de Arjona, en la provincia de Jaén, en los montes de Sierra Morena. Participaron varios hidalgos y hacendados, un cura -pundonoroso y gran tirador-  además de un nutrido y variado concurso de arrieros, escopetas negras, podenqueros y demás servidores. También estuvieron allí unos perros valientes y únicos, recordados con sus nombres y señas, sobre los que ya hablaremos algún día. Entre las notas, obtenidas en su grata lectura, daré cuenta, en esta ocasión, de las relacionadas con los calderos, sartenes, pucheros y demás asuntos de intendencia.

Para que todo estuviese en orden, poco antes de la partida, se dispuso que un arriero se adelantase, camino de la sierra, llevando, en gran abundancia, aceite, vinagre, tocino, jamón, arroz, garbanzos, bacalao, patatas, aliños y aguardiente. Estos productos, junto con el pan, eran el fundamento de todo lo que iban a comer los participantes, fuese cual fuese su estado y rango. Lo mencionado se complementaba con otros ingredientes y golosinas aportados por cada cual y por lo cobrado en el monte. Conviene saber que los cazadores llevaban, aparte, en sus alforjas: tortillas de patatas, esportillas de aceitunas y alcaparrones, queso, aguardiente, huevos duros, longaniza, salchichón, granadas, manzanas de Ronda, nueces, pasas, higos y "una hortera de madera llena de boquerones fritos unidos por las colas en forma de abanico abierto". Estas maravillas fueron compartidas y celebradas en medio de animadas tertulias alrededor de la lumbre, entre cigarro y cigarro.

Entre los condumios preparados se mencionan grandes sartenes de arroz con conejo, cazado en el monte, y el llamado "aceite y vinagre", considerada por el autor la comida "más clásica" entre los cazadores de Sierra Morena. Su elaboración era muy sencilla: se disolvía en agua cierta cantidad de sal, y después se añadía vinagre, cebolla picada, bacalao, huevos duros, rodajas de longaniza y una generosa cantidad de aceite. Se podía reforzar el plato, además, con patatas cocidas, habichuelas y, si era la temporada, trozos de naranja. Era una ensalada elemental, tosca si se quiere, pero muy nutritiva para reponer fuerzas. También se menciona un cocido -guisado en un puchero de barro que pidieron prestado a un guarda- compuesto de garbanzos, patatas, berenjenas, espinazo salado de cerdo, jamón, una perdiz y un conejo. Los podenqueros dieron cuenta de otro cocido pero éste fue cocinado "en la olla de hierro de la expedición" y, aunque abundante, acompañado con tocino y un par de conejos. El cocido se comía con cierto ritual. Se servía primero el caldo en lebrillos, en los que se había desmigado pan, siendo acompañado de rábanos y aceitunas. Una vez terminado el caldo, en el mismo recipiente se presentaban las legumbres y verduras, para terminar con la sustancia, es decir, los conejos, la perdiz, el tocino y todo lo demás. Tres platos en uno sin contar las ensaladas, las manzanas de ronda y otras golosinas que remataban el menú. Se menciona también un potaje de habas y berenjenas. En la dieta de esos días de campo formaba parte esencial la carne de monte. Morales Prieto recordaba, además de las perdices y conejos citados , guisos elaborados con asaduras, lengua y riñones de jabalí, con pimiento y tomate, criadillas fritas con setas y, más excepcionalmente, solomillos. De bebida, agua y vino; por las mañanas, aguardiente. El café, dice nuestro autor, "era objeto de lujo y no se tomaba en las expediciones nada más que como medicina". Para esperar en el puesto, los cazadores podían llevar en el bolsillo un puñado de bellotas dulces. En una ocasión especial, se compartieron crespillos, "flores de maiz", pasteles de Arjona y vino. El lector puede constatar, con júbilo compartido a pesar de no haber estado allí, que no había lugar ni para los refinamientos ni para la escasez.  Respecto a cubertería y protocolos, todo se caracterizaba por una austeridad extrema. Se hace constar de manera expresa que no se utilizaban platos. Un arroz con conejo se comía, directamente, de una gran sartén, a la luz del candil, con cuchara de palo, navaja y trozo de pan en la mano e igual etiqueta se seguía ante un lebrillo de migas.
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Ilustración BNE CC.

miércoles, 5 de octubre de 2016

SOBRE LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN DEL ROSARIO EN JAÉN DURANTE EL SIGLO XVII

Ilustración: Biblioteca Nacional de España CC
No había día grande en el calendario sin solemnidades religiosas en la España del siglo XVII. En Jaén se celebraba y su gobierno municipal no dudaba en emplear sus recursos para darle el debido lucimiento. En alguna ocasión, en el Cabildo municipal, se recordó que tal celebración "se botó en hacimiento de gracias a Nuestro Señor, en memoria de la batalla nabal que ganó el señor Don Juan de Austria contra el Gran Turco". La jornada tuvo lugar, como es sabido, un siete de octubre, día de la Virgen del Rosario. La noticia de la victoria se recibió con alegría y alivio en toda la Cristiandad y se pronunciaron cumplidos votos para agradecer, de por vida, a Nuestra Señora del Rosario su amparo en la batalla. No era un compromiso que se pudiera olvidar o tomar a la ligera. Aquellos hidalgos que se sentaban en las casas del Cabildo conocían bien lo vivido en 1571.

La devoción a la Virgen del Rosario estaba muy vinculada a los dominicos. Así, cuando se acortaban los días, recién iniciado el otoño, el convento de Santa Catalina de Jaén, enviaba al Cabildo municipal una representación de dicha orden, para invitar a la Ciudad a la procesión u oficios dedicados a dicha advocación mariana. El Concejo de Jaén, naturalmente, aceptaba y agradecía el ofrecimiento. Se consideraba, y así lo demostró cuando hubo lugar, declarado defensor de la devoción a Nuestra Señora. Acto seguido, los caballeros capitulares designaban una comisión para encauzar la aportación del municipio en dicha fiesta. En general, todo consistía en adquirir la cera, para que la procesión fuese bien alumbrada, y en contratar los cantores y ministriles. Aparentemente todo era sencillo pero, como veremos, no era así. También se solían asignar, por sorteo entre los caballeros veinticuatro y los jurados, los puestos a ocupar en la procesión. Los primeros portaban el cetro, el estandarte de la Virgen del Rosario y las cuatro varas del palio. Por otra parte, ocho jurados, divididos en dos turnos, llevaban a hombros la imagen mariana. Otros caballeros capitulares tenían el honor de escoltarla a caballo.

En el convento de Santo Domingo se oficiaban dos vísperas a las que asistía la Ciudad. Se buscaba, ante todo, que el Ayuntamiento diese un ejemplo de devoción y recogimiento. Ciertas advertencias, realizadas dentro del Cabildo, no dejan de sugerir que no siempre era así. En 1602, se exhortó a los caballeros que fuesen debidamente confesados y que comulgasen. En 1616 se les mandó que se comportasen con "la decencia que se debe a dicha fiesta". Es posible que estas advertencias pretendiesen evitar vanidades, diferencias por los asientos y precedencias, que llevasen cojines por su cuenta, ausencias e impuntualidades o continuas salidas y entradas durante el desarrollo de los oficios. No tengo noticias sobre el recorrido de la procesión en la primera mitad del XVII. Es posible que no fuese muy distinto al que seguía en 1730, que sí conozco, dividido en cuatro tramos: el primero, del convento de Santo Domingo al convento de la Coronada; el segundo, desde aquí a la Audiencia; el tercero de la Audiencia a la Ropa Vieja y, ya al final, el último tramo para volver a Santo Domingo. Era una procesión modesta, en poco se parecería a las que ahora desfilan en Semana Santa, pero no tengo la menor duda de que para aquellos caballeros, para los frailes, los mercaderes modesto y los menestrales, para los vecinos en suma, el paso de la Virgen del Rosario por las calles era algo muy serio.

Puede parecer que todo era sencillo para el Concejo, pero nada más lejos de la realidad. Dos problemas acechaban todos los años al respecto y con la pertinacia que sabían darle a las cosas los hombres del siglo XVII: los agravios en el reparto de la cera y la falta de dinero. Con relación a la cera, absolutamente imprescindible en toda procesión, se producían las más acerbas discusiones en aquella sociedad tan sensible al gesto y al protocolo. Tener o no tener vela representaba un signo de poder y de estatus, por modesto que fuese, entre individuos tan  jerarquizados y ceremoniosos, hasta extremos difíciles de imaginar en nuestros permisivos y descuidados tiempos. El reparto de la cera, no se hacía, por tanto, de manera muy apacible ni en un ambiente precisamente relajado. Los caballeros veinticuatro y los jurados, éstos no sin reservas, tenían derecho a vela pero en el caso de otros oficiales y dependientes era harina de otro costal. En 1609, hasta los trompetas, que tenían su paga del Concejo y eran oficiales de éste, tuvieron el atrevimiento de pedir "que se les den las bellas como se ha acostumbrado hacer merced y que lo mismo piden otros oficiales del Cabildo". En 1616 se decidió que todos los veinticuatro y jurados recibiesen las velas de la discordia, eso sí, "sin que aya visto adquirír derecho los caballeros jurados para que se les de cera sin perjuicio del derecho de que la Ciudad tiene para que no se les de". Esta tirantez tenía su sentido, pues los jurados, con gran obstinación, trataban de arrancar ciertas preeminencias a los caballeros veinticuatro. Cualquier momento, pensaban éstos, era bueno para marcar distancias y ponerlos en su sitio. En 1625 se les concedió cera, además, a los dos escribanos mayores del Cabildo. En 1640 se decidió entregar velas sólo a veinticuatros y jurados. En otra ocasión mandaron que los cabos de vela, una vez acabada la procesión, se devolviesen al Concejo lo que debió de ser visto, por muchos, como una medida ruín. No hubo manera de cerrar, al menos en los cincuenta años que he estudiado, esta cadena de pleitos, puyazos y cuestiones. En algunos casos los implicados tomaban las velas a las bravas, por su cuenta y sin permiso. Las cosas llegaron hasta tal punto que el Cabildo ordenó a un jurado de confianza, Rodrigo Alonso Carrasco: "haga se eche una cerradura en el arca donde se lleva la cera a las fiestas de la Ciudad".

El Gobierno municipal también, para mayor lucimiento de la procesión y de las vísperas, concertaba la asistencia de ministriles y demás músicos de la Santa Iglesia Catedral. En 1614 se libraron diez ducados a Hernando de Salas "por el y en nombre de los demas músicos " y once ducados más a Juan Alonso de Quesada para pagar a los ministriles. En 1620 se le pagaron del caudal de Propios, 120 reales "por los ministriles de la Santa Iglesia que se obligaron a servir en las fiestas de Nuestra Señora del Rosario que ya se hiço y en la de Santa Catalina que vendrá en este presente mes de la fecha, por mitad a cada fecha que se da libramiento y a los cantores cien y diez reales que se da libramiento". En 1638 se decidió dar "a la capilla de cantores y ministriles de la Santa Iglesia Catedral desta ciudad, doze ducados por la fiesta con prozesion que asistieron con dos visperas en el convento de Santa Catalina de dominicos desta ciudad que la Ciudad hizo a Nuestra Señora del Rosario en el primer domingo de octubre".

Era segundo conflicto, asegurado cada año, procedía de las penurias financieras del Concejo. Había que costear la cera y la música, además de entregar una limosna a los dominicos. Todo esto aparte de las ayudas ocasionales que se aportaban a la cofradía de la Virgen del Rosario. De esta forma, en 1627, se concedieron veinte ducados al mayordomo de la cofradía de la Virgen del Rosario, el escribano Alonso Ruiz de Raya, declarándose "que la ciudad los da como patronos que son de la dicha cofradía para aiuda a hacer el palio que iba en la fiesta principal que se celebra en el conbento de Santo Domingo porque el palio que tiene antiguo a de ser para las demas fiestas que se hacen entre año".

Los gastos a cargo de la Ciudad, en las celebraciones de la festividad de la Virgen del Rosario se consideraban inexcusables y obligados. Tenía cierto mérito esta actitud dados los embargos, acreedores e incesantes apuros sufridos por el Cabildo municipal a lo largo del siglo XVII. Pagar la cera, la música y las limosnas obligaba a un complicadísimo juego de piruetas financieras. Cuando se carecía de liquidez -es decir, siempre- se solía pedir prestado a algunos caballeros del Cabildo. Imagino que entregarían el dinero no sin ciertas zozobras. Después el Concejo recurría a tomar las cantidades necesarias de las distintas cajas o haciendas que administraba para ir después reponiendo, no sin fatigas, lo prestado. Para tales operaciones se debía solicitar la correspondiente licencia al Rey. A pesar de la modestia de los festejos, las cantidades empleadas no eran de poca monta. En 1605 se libraron 32.000 maravedíes de las tercias para pagar la cera. En 1630 las fiestas se financiaron tomando la mitad de la misma hacienda de tercias y la otra de los fondos destinados a los servicios ordinario y extraordinario "por estar acabados los propios y ser forçoso el gasto". En 1633 se tuvo que pedir permiso al Corregidor para que levantase el embargo sufrido por las haciendas municipales para pagar lo gastado en las celebraciones del año anterior. Los acreedores del Cabildo, que eran muchos, criticaban estos desembolsos de tal forma que, en 1634, se declaró en un ayuntamiento que la Ciudad tenía "unos gastos prezisos que deven hacerse de las rentas de propios y por falta de facultades reales se pretende caluniarlos por algunoa acredores y para que conste a Su Magestad y Señores de su Real Consejo ser forçados y ynexcusables". En 1648 se solicitó a la Real Chancillería de Granada una licencia para obtener 3.000 reales, procedentes de los bienes embargados en el concurso de acreedores que sufría la hacienda local. Mientras se gestionaba la dicha licencia, se obtuvieron las cantidades precisas de lo recaudado para el donativo de los 70.000 ducados. El disgusto de los administradores de dichas haciendas debió de ser mayúsculo. En 1640, año tremendo para la Monarquía, se obtuvieron los fondos "en quien se rematase la bellota de Matabexid de este año". Previamente, el regidor don Sebastián Teruel de la Maestra había adelantado 778 reales de su bolsillo que, naturalmente, se le tenían que devolver. En 1646 se tomó dinero prestado del arbitrio de los tres cuartos que gravaba el vino. En 1649 se declaró que por ser "atento la hacienda de propios está con muchos embargos y concurso de acreedores, y la Ciudad tiene facultad para librar en los dichos propios para las dichas fiestas [...] en los arbitrios de quarenta y nueve maravedíes en cada arroba de bino y lo que se gastare por cédulas de caballeros comisarios para lo que pague Juan Gutiérrez de la Miel por quenta de los dichos arbitrios". Los caballeros veinticuatro y jurados consideraban inexcusables y obligados dichos gastos al tiempo que no dudaban, como afirmaron en 1649, que las fiestas en honor a Nuestra Señora del Rosario y de Santa Catalina, también vinculada con la Orden de Predicadores, debían celebrarse "con la solemnidad y grandeza que siempre se han hecho".
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El texto anterior pertenece a una comunicación que leí en la III Asamblea de Estudios Marianos, celebrada en Andújar entre los días 10 y 12 de octubre de 1986. A pesar del tiempo transcurrido, considero que puede tener cierto interés para los estudiosos de nuestro siglo XVII. El artículo original, que en lo esencial mantiene su vigencia, se editó en las correspondientes actas. Los datos y las citas están tomados de las actas del Cabildo municipal de Jaén, del Archivo Municipal de Jaén, correspondientes a los años 1602, 1605, 1609, 1614, 1616, 1619, 1621,1625, 1626, 1627, 1629, 1630, 1633, 1634, 1638, 1640, 1646, 1648,1649 y 1730.