viernes, 29 de diciembre de 2017

EL AGUINALDO DE LOS INQUISIDORES

Decían que eran largos e inciertos pero los pleitos contribuían a animar los lentos días del Antiguo Régimen. Los que vivían en aquellos tiempos los iniciaban y, con mucha probabilidad, no veían en este mundo su desenlace pero eso era lo de menos. Lo mismo que se legaban títulos, mayorazgos y censos, también se heredaban, con absoluta naturalidad, pleitos. No había institución notable o familia medianamente rancia que no contase con un nutrido historial de litigios resueltos y de otros por resolver o iniciar. En las tardes de invierno, junto al brasero, se urdían posibles recursos, poderes y alegaciones, se urdían estratategias y se recordaban victorias sobre primos ambiciosos o, también, se rumiaban derrotas nunca atribuidas a la falta de razón sino a las intrigas y desidias de solicitadores y escribanos. 
Uno de estos pleitos fue el mantenido por el Tribunal del Santo Oficio de Córdoba contra el Deán y Cabildo Catedralicio de Jaén. Según la Inquisición, diferentes bulas y breves obligaban a cada una de “las yglesias catedrales y colegiales de estos dichos reynos” ceder los gajes y prebendas que disfrutaba una canonjía “para aiuda del estipendio y salario de los ynquisidores y ministros del Santo Oficio”. Los de Córdoba alegaban el mérito de tan alto tribunal por ocuparse “en cosas tan importantes y grabes como son las de la defensa de nuestra Santa Fe Catholica de que a dependido resultado y resulta la conserbación de estos Cathólicos Reynos [...] y el gozar la dicha Yglesia y las demás de España del sosiego, quietud y tranquilidad que an tenido y al presente tienen”. Justo era, pensaban, que a cambio de defender la Fe y garantizar la solidez de la Monarquía, recibiesen cierta compensación. SI bien los demandantes esgrimían razones de mucho fuste, el Deán y los canónigos de Jaén que no eran unos robaperas, no se amilanaban, daban largas y no aflojaban la bolsa. Así consta en un documento que he leído en el que no consta la fecha pero que, por la caligrafía, parece de la segunda mitad del siglo XVIII. Todo esto venía de antiguo pues el litigio se había iniciado, al menos, un siglo y medio antes, hacia 1620.

Las prebendas reclamadas eran las siguientes: el aguinaldo llamado “guantes”, que se libraba por Navidad. Este nombre, el de guantes, se daba, según el Diccionario de Autoridades, en su edición de 1734, al “agasajo que se da al artífice después de acabada la obra, después de lo ajustado”. Por estas fechas estarían todos los canónigos con sus flamantes aguinaldos a buen recaudo para mayor mortificación de los del Santo Oficio. También se exigía el pan “que llaman de Albendín” y los“carneros que se reparten el Jueves Santo y de las distribuciones del día del Corpus y su otaba “, también “lo que se segaba en Semana Santa y de los entierros a que sale el dicho Cabildo y Aniversarios de cada mes y dotaciones cargándole gastos superfluos y personales en que no deve contribuir como son medico, semanería de misas, capa y pleitos”. No era poco el valor de lo pedido que, de acuerdo con lo exigido como indemnización, correspondía a doscientos ducados por año a repartir, claro está, entre magistrados, oficiales, familiares y demás dependientes del Santo Oficio. Respecto a las reses, en el manuscrito, se precisa que eran “los carneros que llaman estremeños” o “diezmo del ganado merino”, asunto ya tratado en alguna ocasión en Retablo de la Vida Antigua.

viernes, 22 de diciembre de 2017

PASTORES DE BELÉN Y DE CASTILLA



Don Manuel del Río, hermano de la Mesta, en su Vida pastoril (1828) afirmaba de manera rotunda: "los sorianos, que son mucho más antiguos en el pastoreo que los montañeses, gobiernan un rebaño en los caminos con sólo cuatro pastores, que denominan rabadán, zagal, ayudador y rapaz: este último es el que los trashumantes llaman zagal, nombre que viene desde la más remota antigüedad, como lo atestigua la misma Escritura cuando dice que los zagales y zagalas bailaron en el Nacimiento de Nuestro Redentor". Precisa, además, que “el zagal es el que cuida del hato de los pastores y de las yeguas”. 
Zagales, zagalas y zagalejos aparecían en los villancicos que se cantaban al llegar la Navidad en los siglos XVII y XVIII. Los que, sentados en los bancos de las iglesias, escuchaban estas composiciones no dejarían de relacionar a los venerables pastores de Belén con los que ellos conocían por haberlos visto guardar una punta de ganado en los ejidos y dehesas de sus concejos o pasar, al frente de imponentes rebaños, por las viejas cañadas y veredas. Los imaginarían en las majadas heladas, refugiados en los chozos, envueltos en las pellicas, atemorizados por la llamada del ángel, entre ladridos de mastines y careas, abrigados con zamarras , varas de fresno y avellano en mano, guarnecidos de morral, honda y cachicuernos. España era, entonces, un reino de pastores, cuando las lanas mesteñas llegaban desde los esquileos castellanos a los lejanos puertos del norte y las ovejas señoreaban los caminos de la Mesta. El pastoreo conformó, y así lo dejó escrito Ramón Carande, mucho de la mentalidad y de las inclinaciones de los españoles de siglos pasados.
Los villancicos de los siglos XVII y XVIII, escritos e interpretados en las Pascuas, aportan valiosos datos para conocer la España real de aquellos años. En la Navidad de 1666, en la Catedral de Granada, se hizo en un villancico una apología del campo y de las labranzas acorde con el pensamiento agrarista tan apreciado por aquellos años: “Labradores de estos campos / montañeses de Belén / que con el blanco pellico / adornays la candidez/ fieles agricultores/ a cuyo sudor fiel/ más que a la lluvia crece/ la agradecida mies”. En otro villancico, el portal de Belén es una “Casa de pan” –molino, tahona o pósito- y el Niño Jesús un molinero a lo divino. El mal dormir de los pastores se describe en el compuesto para La Encarnación en el Madrid de 1676: “Estaba la noche vestida de yelo / de paz el ganado/ de batalla el viento / unos pastorcillos/ dormían atentos/ porque no les robe/ cuidados el sueño”. La buena condición de las gentes del campo – creencia indiscutida para los que abominaban de la vida urbana y cortesana- se recogía en los escritos para la Catedral de Toledo, para las Pascuas de 1648, cuando la sencillez de los pastores fue premiada con el más alto honor: adorar a Cristo en el pesebre. La luz de la estrella de Oriente es confundida por otros pastores, según los villancicos interpretados en la Catedral de Jaén en 1753, con un incendio en el monte: “Pastores, zagales / al valle bajad/ ¿Quién ha echado lumbre/ sobre aquel portal/ a talar el monte/ la cumbre cortad […] el Cielo sobre la Tierra/ nevando luces está”. Regocijados por el nacimiento del Mesías, las zagalas hacían rancho y corro según otro villancico cantado en la Catedral de Sevilla en la Navidad de 1751. A veces los pastores cantaban seguidillas- acompañados de sonajas, tejuelas, rabeles y castañuelas- jugaban a las damas en un tablero confeccionado por san José o asistían a los jocosos diálogos del buey y la mula. De migas se habla en los villancicos de la Catedral de Toledo en 1656, de migas con torreznos en los de la Real Capilla de la Encarnación de Madrid. En otros, del pan y la cebolla de los duros labriegos, del turrón, las grageas –confitura muy menuda y delicada- los mazapanes, la miel y el chocolate. La España barroca era, al menos en esas fechas, como un nacimiento.

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*Publicado en diciembre de 2014 en Neupic.

domingo, 17 de diciembre de 2017

JESUITAS, MISAS Y PRESOS (1760)

Entre las muchas obligaciones asumidas por la Compañía de Jesús estaba la de visitar y asistir a los presos. Es, en este caso, obligado recordar la abnegada trayectoria del padre Pedro de León en la opulenta y peligrosa Sevilla de los siglos XVI y XVII. Hombre abnegado y de gran fortaleza, acompañó al patíbulo a más de trescientos condenados. Otra muestra de esta labor, aunque más modesta, fue la realizada por los padres de la Compañía de Jesús en Jaén. En enero de 1760* unos jesuitas se presentaron ante el Cabildo municipal de Jaén para dar cuenta, ante los caballeros veinticuatro, del abandono que sufrían los presos de la Cárcel Real. Así, afirmaron que los encarcelados: 

“se quedan sin misas los domingos y otros días de fiesta, por falta de las limosnas y caudal, en gran perjuicio de sus conciencias y deseando con la obligación que tiene [el Cabildo] procurar buscarles su alivio, acuda a la protección, y aunque de Vuestra Señoría se suplica sea servido, se obligue dar algun arbitrio para la fija y estable permanencia de dicha misa en los días festibos, para que los pobres tengan el cristiano consuelo de oirla y adoren al Sacramentado Dueño y pedirle favor y aiuda en su tribulación”.  

Las arcas concejiles siempre estuvieron a dos velas y sin dotación no había misas. Es evidente que siempre podremos preguntarnos cuál sería la razón por la que los propios jesuitas no asumían, sin estipendio alguno, tal obligación. Es posible que la Cárcel Real tuviese ya un capellán asignado y que este nombramiento impidiese la intervención de la Compañía. Es también probable que contasen con enemigos dentro del gobierno municipal. Este desamparo en lo religioso nos hace suponer, sin arriesgadas conjeturas, que el grado de abandono al que estarían sometidos los reclusos -contrabandistas, vagos, ladrones y demás hampa goyesca- debía de ser espantoso. No era una situación nueva. 
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*Archivo Municipal de Jaén, Actas del Cabildo municipal, 14-1-1760.

viernes, 8 de diciembre de 2017

UN ROMANCE INMACULISTA DEL SIGLO XVII


Lázaro Díaz era natural de Sevilla, fue amigo del poeta Sebastián del Alcázar y escribió un romance titulado Nacimiento y prosapia de la Santissima Virgen Maria, y reto que haze con su limpia Concepcion  a todo el Infierno, y al pecado Original. Fue editado en Baeza, ciudad universitaria e inmaculista, por Pedro de la Torre, en 1615. Se inicia la obra con el nacimiento de la Virgen -“entre los tiernos pucheros / y los sollozos que da vierten perlas sus cristales”- y la especial mención de su empresa: retar al Demonio y a los infiernos. Este planteamiento tan valiente tenía que ser muy del gusto de aquellos españoles del siglo XVII que -incluidos los menestrales- ceñían espada en sus paseos por las plazuelas. La composición habla de un mundo que es el suyo, de una manera sencilla, con sequedad castellana, sin mayores complicaciones ni sutilezas doctrinales. Las referencias militares y belicosas son muy frecuentes. 

La Virgen María es torre del homenaje desde la que se atalayan los movimientos de los diablos, organizados en cuadrilla. Al ser la Madre de Dios es también “Alcaçar perenne / que ospeda a su magestad / por donde sus cortesanos / pueda en su Reyno hospedar”. En declarada defensa de la Contrarreforma, se hace una apología de las órdenes religiosas, la primera trinchera contra los herejes “para que de su Yglesia / ladrones lobos salgays”. Califica a santo Domingo como “un perro de muestra de la fe” con cuyas crías y desde sus púlpitos “donde puedan al arma tocar / Y quando las altas caxas / oygan el tantarantan / mil católicos exércitos/ se an de venir a juntar”. 


El Demonio es el “Rey del centro oscuro”, que gobierna “la infernal caberna del Reyno de la obscuridad”, entre “cóncavas obscuras” de llamas, aguas cenagosas, humos y alquitrán. Es también muy detallada la descripción del linaje de la Virgen, de hecho el título menciona la prosapia de su origen. Así Nuestra Señora afirma: “soy por linia decendiente del antiguo Padre Adan”, como si se tratase de un memorial o de una probanza de hidalguía. Culmina el romance con el reto que reproduzco para su lectura. Es como una aventura peligrosa de libro de caballerías. 





Al final, criatura recién nacida al fin y al cabo, “la niña descansa un poco / y al pecho dormido se  a / en tanto que llega el día / que tiene de batallar”.

(Las imágenes: Biblioteca Nacional de España, Creative Commons).

domingo, 26 de noviembre de 2017

CARABINAZOS

Es probable que una estocada bien tirada fuese más de temer que un carabinazo. Según los estudiosos de cuestiones militares, en tiempos de Napoleón uno de cada seis cartuchos era defectuoso. Si había demasiada humedad aumentaba la proporción y una cuarta parte de la munición resultaba inútil. Igual pasaba con pistolas y fusiles en combates prolongados. Además, a unos cien metros las posibilidades de marrar el tiro ascendían a un 95 %.  Más limitada todavía era la eficacia de las armas de fuego en el siglo XVII. Otra cosa ocurría, como es natural, con los disparos a bocajarro. El carabinazo era, en el siglo de Lope, Velázquez y Calderón, un recurso muy al uso y muy del gusto para aquellos españoles de poca paciencia, para resolver asuntos particulares, cuadrar cuentas con recaudadores de millones, entrevistarse con alguaciles, alejar y no alojar compañías de soldados de los pueblos, espantar rebaños, vengar impertinencias, establecer equitativos turnos de riego, defender melonares y solventar diferencias e imprecisiones sobre mojoneras y demás asuntos catastrales. Todo sin recurrir a pleitos largos e inciertos y, por supuesto, sin soltar un maravedí a ministros ni a curiales. Era la consecuencia de una sociedad mucho más violenta que la de ahora, aunque muchos crean lo contrario y piensen que la vida de antaño era un balneario. En 1617, los vecinos de Huelma probaron a propinarle un arcabuzazo, afortunadamente con mala puntería, al veinticuatro de Jaén don Luis de Guzmán y Quesada y a toda su comitiva. Y todo por unos desajustes en la ubicación de unos mojones y quizás por estar hartos de arrogancias por parte de guardas, veedores y demás dependientes. Hubo, como consecuencia, un escandalazo de padre y muy señor mío, con pesquisas, querellas y demás. No era la primera vez que se padecían estas demasías y no eran el regimiento y el concejo de Jaén, con voto en Cortes y cabeza de Reino, cualquier cosa para recibir tal trato. Otro carabinazo memorable fue el que recibió, a corta distancia, el alguacil mayor don Lucas Manuel de Velasco, en 1681. Salvó la vida de milagro gracias a un relicario que llevaba en el pecho.

sábado, 18 de noviembre de 2017

MÁS SOBRE SALUDADORES


Decían ser capaces de curar determinadas dolencias mediante oraciones, ensalmos, soplos y similares artes. Contaron con el suficiente crédito en siglos pasados, hasta recibir licencias de los cabildos municipales para ejercer dicha gracia. Y digo gracia porque no se estudiaba para saludador sino que se era tal por ciertas circunstancias unidas al nacimiento. Si el lector tiene curiosidad por conocerlas puede leer mis apuntes, de hace media docena de años, en Retablo de la Vida Antigua. Después, con el paso del tiempo y los avances de la ciencia, el prestigio de los saludadores se empañó y sólo recurrían a ellos en comarcas aisladas y en ambientes populares muy apegados a lo antiguo o que, sencillamente, no tenían posibilidad de recibir atención médica. Había saludadores que eran requeridos por los ganaderos para sanar o garantizar la salud de las reses, a los que se refiere don Ángel Ruiz en su prestigioso cuaderno En Compostela. En 1806, Jovellanos, en su destierro de Bellver, tuvo noticia de una saludadora que “tenía la virtud de curar las nubes de los ojos sin más que soplarlas en días de comunión, con tal que el enfermo se hubiese puesto también en gracia.” Jovellanos padecía cataratas y creo yo que de aquí vendría su interés por el caso, aunque sospecho que mantendría un benévolo escepticismo al respecto. Comparaba esta facultad con la de los reyes de Francia cuando, en el ejercicio de sus dones taumatúrgicos, pronunciaban la fórmula “Yo te toco, Dios de cure”, que decían de probada eficacia contra los lamparones. Otro saludador, aunque de familia más modesta que la de los Capetos, fue Gaspar de Blanca al que los caballeros veinticuatro de Jaén le dieron permiso, en 1631, para ejercer ya “que dice tener gracia de curar lamparones”.

viernes, 10 de noviembre de 2017

CORTIJOS



Por mucho que algunos digan lo contrario, hay cortijos en Andalucía desde los romanos. José María Blázquez afirma que los fundi, que bien podemos emparentar con los cortijos, comenzaron a proliferar a finales del siglo II, para adquirir plena importancia a partir del IV, aunque no sólo en Andalucía sino también en la Meseta donde eran, incluso, más ostentosos. En tiempos difíciles constituyeron enclaves autosuficientes, cercados de muros sólidos, para mejor resguardo de las bandas de merodeadores, y bajo el gobierno de terratenientes con mando en plaza, fuente de autoridad patriarcal sobre sus esclavos, colonos y libertos.



Cuando el Imperio Romano de Occidente se hundió, en el siglo V, sólo permaneció, en palabras de FW Walbank en su obra La pavorosa revolución, lo que estaba arraigado en la tierra: el cultivo de la viña, las antiguas fronteras, las murallas de las ciudades y los edificios. Yo añadiría que también los cortijos. Fueron los parientes pobres de los monasterios y de los castillos, la casa fuerte de las campiñas andaluzas tras cuyos muros se vivió el paso del mundo antiguo al medievo. Aunque las formas de propiedad de la tierra y su régimen jurídico hayan variado, se han mantenido a lo largo de los siglos.



 Pertenecieron a los optimates romanos, a linajes árabes de largas genealogías, a nobles y repobladores cristianos, a mayorazgos, a cabildos y abadengos, y a burgueses emprendedores, ya fuesen de rumbo o codiciosos, triunfantes a la sombra de las desamortizaciones. No deja de dar pena el estado ruinoso de muchos cortijos y, más aún, ver sus muros mancillados por pintarrajos de desaprensivos. Todo esto es consecuencia de un mundo sin afecto a lo antiguo, sin respeto al pasado.




Cortijo viene de corte, según Caro Baroja, del acusativo curticulum y lo asocia al término court de franceses ( e ingleses, añado yo). El cortijo es descrito, por tan eminente estudioso, en Los pueblos de España, como un conjunto de construcciones en torno a un gran patio o corralón. El patio da acceso a la viviendas del propietario, capataz, guardas o caseros y a partir de éste se distribuyen el resto de los anejos y dependencias.
 Para Higueras Arnal, en su olvidado y valioso libro El Alto Guadalquivir (1961) los cortijos de dicha comarca se dividen en varios tipos: simple, de dos cuerpos,  múltiple -compuesto por dos o tres cortijos simples- y el llamado cortijo señorial, de aire palaciego, obra en ocasiones de los siglos XVII y XVIII, aunque sus solares y cimientos pudiese ser de venerable antigüedad. En éstos cortijos, la casa del terrateniente está rigurosamente separada o diferenciada del resto de las viviendas o dependencias. En los de dos cuerpos, los graneros servían como dormitorio para los jornaleros en épocas de recolección. Las cuadras se dividían en dos tipos, las de invierno, orientadas al sur, y las de verano con una orientación norte.

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* Los bosquejos de los planos son del que esto escribe y se basan en la obra citada de Higueras Arnal.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

MUY PLAÑIDA DE TODOS LOS SUYOS



La muerte medieval se vivía como un camino de partida desde este valle de lágrimas, en el siglo XIX era un naufragio y ahora, desorientados y espantados, no sabemos muy bien qué pensar, y la hacemos invisible. Una parte de estas concepciones de la muerte quedan desveladas en las maneras de manifestar la tristeza y el duelo. Hasta el siglo XII prevaleció, en palabras de Phillipe Ariès, el duelo desmesurado. Después, esta actitud se moderó mediante una ritualización que exigía una puesta en escena, una expresión formal, visible y legible, sujeta a unos códigos y exigencias sociales. De aquí proceden los largos lutos vigentes hasta hace no demasiado tiempo. A pesar de todo, las manifestaciones de duelo de los tiempos altomedievales se conservaron, con desigual persistencia, hasta la irrupción de la modernidad e, incluso, después.

Los ejemplos tomados, entre otras fuentes, de las historias caballerescas pueden probar lo dicho. En La Muerte del Rey Arturo, escrita hacia 1230, aparece este monarca “lamentándose mucho, golpeándose con las dos manos” y exclamando que “ha vivido demasiado”. Era su reacción al conocer la muerte de dos caballeros de su corte, Gariete y Garrehet. Al ver el cadáver del primero, “hace el mayor duelo que se puede hacer: corre a él en plena carrera y lo abraza con fuerza. Vuelve a desmayarse, de forma que no hay noble que no tema que se les muera allí entre ellos”. Era tal el dolor del Rey que se desvaneció, una vez más, durante el tiempo que “se necesita para recorrer media legua”. Arturo se lamentaba: “¡Ay muerte, si tardáis más os consideraré muy lenta”. Similar fue el desconsuelo de Galván, hermano de Gariete, que descubre la desgracia avisado, en mala hora, por unos funestos presagios. Su pesar era tan intenso que no se podía mantener en pie pues “le falla el corazón y cae desmayado a tierra”. Estos vahídos que cabe considerar como ejemplares se daban, no lo olvidemos, en un mundo de guerreros bien oreados, familiarizados con la caza, la guerra y la muerte temprana, entre varones habituados a una dureza difícil de concebir en nuestros días. Tales muestras de dolor eran, por lo demás, generales y no sólo propias de reyes y nobles. Nuestro López de Ayala, en sus crónicas, registra la consternación producida por la muerte, en 1362, del Infante Don Alfonso, hijo de Pedro I El Cruel. Escribió: “fueron fechos por él muy grandes llantos en Sevilla e en todo el reyno e en Calatayud mucho más”. También dio cuenta de la muerte de Enrique de Trastámara, en 1379, que fue “muy plañida de todos los suyos”. 

Nadie comprendería ahora estos desmayos, golpes de pecho y llantos. No tanto por ser una muestra de debilidad como por constituir un espectáculo bochornoso propio de gentes sin clase, sin modales ni educación. Lo que ayer era reacción de príncipes hoy es objeto de la censura general. Y así en todo. Es digno de considerar, por lo demás, que esto ocurra en nuestro tiempo tan dado a la ostentación sentimental. Lo suyo, hoy, es que ante la muerte todo esté contenido y que ella pase a nuestro lado sin molestar ni avisar. El dolor, sin embargo, sigue ahí. Igual que en el siglo XII.
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*Las citas de La Muerte del Rey Arturo corresponden a la edición de Carlos Alvar, Alianza 1986.

sábado, 14 de octubre de 2017

LA COCINA DE SANTA TERESA


No había mucho para aparejar una mesa a finales del siglo XVI. Los alimentos eran poco variados, escasos y caros. Los malos caminos, las alcabalas, las sisas y el intervencionismo municipal sobre tratos y contratos no facilitaban ni los abastos ni los precios bajos. Muchos españoles del tiempo de los Austrias se iban a dormir con las tripas desasosegadas. En los escritos de santa Teresa de Ávila hay algunas noticias sobre víveres y cocina. Nadie ha demostrado que la mística y la santidad sean incompatibles con los pucheros.

Aunque las Constituciones de las Carmelitas Descalzas, dispuestas por santa Teresa, imponían con claridad la prohibición de comer carne, había situaciones en las que se daba licencia para su consumo Así, en marzo de 1572, pedía a su hermana, doña Juana de Ahumada, unos pavos para las monjas de la Encarnación de Ávila. A inicios de 1573 daba las gracias por el envío de sesenta y dos aves para unas monjas enfermas del mismo convento. En octubre de 1576 escribía al Padre Jerónimo Gracián, desde Toledo, sobre Isabel de San Jerónimo, monja un tanto melindrosa a lo divino “que tiene flaca la imaginación” y a la que convenía “hacerla comer carne algunos días”. Sobre asuntos de volatería es adecuado recordar que la familia de santa Teresa tuvo lucidos palomares en sus posesiones de Gotarrendura. Santa Teresa mostró, en alguna ocasión, su desagrado por el mal carnero. Las carnes de carnero y vaca eran las más frecuentes en cocinas y figones en aquellos tiempos. La primera, en las mesas acomodadas y la segunda, en las menestrales. Por supuesto, la libra de carnero –capado o cojudo- era unos maravedíes más cara que la de vaca. Ésta se vendía, en mayor cantidad, durante los veranos. La posibilidad de adquirir un arrelde de cordero o cabrito quedaba fuera del alcance de la gente corriente. Las piaras de cerdos, cebadas con las montaneras concejiles, avituallaban las despensas una vez llegados los primeros fríos.

El pescado, en general, era parte insustituible de la dieta de los españoles y no sólo en días de vigilias y Cuaresma. Los concejos concertaban el abasto de bacalao, abadejo o cecial –merluza seca y salada- con asentistas para que no faltasen en alhóndigas, tablajes y lonjas. El pescado vendido en la Villa y Corte procedía de Galicia, Asturias, Vizcaya e Irlanda. El suministrado a las ciudades andaluzas se transportaba por arrieros y carreteros desde Almuñécar, Málaga, Torre del Mar, Cádiz y el Puerto de Santa María. Según algún testimonio, a santa Teresa no le sentaba demasiado bien el pescado. A pesar de todo, hay constancia de que, en alguna ocasión, alabó el atún –que solía proceder de las almadrabas andaluzas- y el tollo, nombre dado al cazón. Expresó, además, cierta alegría ante la recepción de unos besugos, muy apreciados en los siglos XVI y XVII ya fuesen frescos o escabechados. En febrero de 1577 recibió una empanada de sábalos, procedente de Sevilla y, refiriéndose a Toledo lamentaba “la esterilidad de este pueblo en cosas de pescado”. Le agradaban, o las  consideraba muy convenientes para sus monjas, las sardinas frescas. En aquellos años se podían adquirir también ligeramente saladas o “frescales”, envasadas en ollas o en escabeche.
En una carta del otoño de 1570 santa Teresa mencionó el regalo de unos membrillos “muy lindos”. Afirmaba en otra ocasión que las nueces eran muy buenas “para el relajamiento de estómago”.  Le gustaba también, de vez en cuando, comer una tajada de pan frito. Cita, además, una caja de dulce de cidra y de unos dátiles entregados a unas monjas para un viaje. En julio de 1577 le envían unos cocos desde Sevilla considerados “cosa de ver”. Cerca de los días de Navidad de 1577 acusaba recibo de unas patatas, un pipote y siete limones enviados desde Sevilla.

Nadie busque, a pesar de todo, la abundancia y el regalo en los conventos carmelitas. En el mejor de los casos, unas raciones de cohombro, agua, nada de vino, algo de pan, queso, unas migas, una sardina y un poco de fruta. Santa Teresa mandaba a las monjas que aceptasen con entereza la mala pitanza “acordándose de la hiel y vinagre de Jesucristo” aunque, con indudable buen sentido, exhortaba que, al menos, estuviese bien aderezada “de manera que puedan pasar con aquello que allí se les da, pues no poseen otra cosa”. Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, en su monumental y excelente biografía de santa Teresa, citan el testimonio de María de San Francisco que dijo de ésta: “su comer ordinario era una escudilla de lentejas y un huevo”. La verdad era que se comía poco, de limosna y milagro. Salían del paso con lo que les ponían en los tornos y recibían de limosna –pan de convento, decía la Santa- y así, lidiando jornadas y caminos, amanecían con Dios.
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*Este artículo lo publiqué en Neupic en el curso 2014-2015.

martes, 26 de septiembre de 2017

LA EMPRESA DEL SEÑOR DE BEAUMONT



Isabel, reina de Inglaterra, era hija de Felipe el Hermoso de Francia. Vivió en la primera mitad del siglo XIV. Mal casada con Eduardo II, se le hizo la vida tan insufrible en las Islas, por ingratitudes y celadas, que decidió retornar a Francia en busca de amparo. Fue muy bien recibida y agasajada por su hermano el rey Carlos Capeto pero, pasado el tiempo, razones de Estado y mezquindades cortesanas le hicieron ver que debía buscar otro cobijo. Siempre ha sido así con los reyes desterrados y caídos en desgracia. Mucho le quedaba por penar y padecer a tan gentil reina. Hubo de recurrir, entonces, a quien con más generosidad y valor estuviese dispuesto a hacer valer su derecho. Encontró una espada a su servicio en Jean de Hainaut, señor de Beaumont, hermano del conde de Hainaut, que le dijo: “ciertamente señora, ved aquí a vuestros caballeros que os seguirán hasta la muerte aunque todo el mundo os falle. Haré todo lo que pueda para acompañaros a vos y a vuestro hijo a Inglaterra y devolveros a vuestra condición con la ayuda de vuestros amigos que están al otro lado del mar tal y como me habéis dicho. Y yo y todo aquel al que se lo pueda rogar, arriesgaremos las vidas hasta que vos hayáis superado vuestras necesidades”. Nadie que conozca el verdadero sentido de la caballería puede leer estas palabras sin emocionarse. Aquellos que se encuentren, por los azares de la vida o la voluntad de Dios en situaciones similares que sigan el ejemplo del señor de Beaumont. 




Froissart, al que leo en esta tarde de otoño, escribió sobre la llegada al Continente de la reina Isabel: “Cuando la reina de Inglaterra llegó a Boulugne con todo su séquito, dio gracias a Nuestro Señor y se dirigió a pie hasta la iglesia de Nuestra Señora como muestra de devoción y allí ofreció su oración delante de la imagen. El abad y todos los monjes la recibieron con gran alegría y fue albergada allí con toda su mesnada”. Era comprensible el aliviado agradecimiento de Doña Isabel de Francia. Los viajes por mar, aunque fuesen de poca distancia, eran empresa arriesgada y muy incierta. Se salía de los puertos y nunca se sabía el lugar de atraque o si, desarboladas las naves y con penalidades sin cuento, acababa uno tristemente estrellado en algún acantilado.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

EL AZAR



"Si Troya no hubiese sido tomada; si los griegos hubieran vencido en las Termópilas; si Alejandro hubiese sido derrotado por Darío; si en los Idus de Marzo, César no hubiese concurrido al Senado; si Constantinopla hubiera caído en poder de los califas omeyas; si en el Guadalete hubiese triunfado Rodrigo de Tariq; si Carlos Martel hubiese sido derrotado en Poitiers: si en Zalaca no hubiese sido vencido Alfonso VI; si América hubiese sido descubierta por los musulmanes españoles; si en las Navas de Tolosa hubiese sucumbido la Cristiandad hispana; si Juana de Arco no hubiese galvanizado la resistencia de Francia; si Lutero hubiese sido suprimido en sus comienzos; si un hijo de Felipe II hubiese reinado en Inglaterra y Flandes; si don Juan de Austria se hubiera casado con María Estuardo; si la Armada Invencible lo hubiera sido en realidad; si en la rue de la Ferronerie no hubiese sido asesinado Enrique IV; si el 18 Brumario no hubiese puesto fin a la Revolución Francesa; si Napoleón hubiera vencido en Waterloo..."

(Claudio Sánchez Albornoz, España, un enigma histórico, 1957)

jueves, 7 de septiembre de 2017

EL QUE VIENE DE BUENOS ES BUENO


Leandro Fernández de Moratín pasó en Francia el verano de 1787. Fue su primer viaje a esa monarquía, como secretario de Cabarrús y bajo la protección de Godoy. París, poco antes de la Revolución, era un hervidero de ideas, de expectativas y de ánimos irritados. El 28 de agosto escribió a Jovellanos: “me parece que estaba aquello a punto de dar un estallido”. Más adelante, en su segundo viaje, verá con el horror propio de un hombre del Antiguo Régimen en qué paraba todo eso. Desde París, escribió una carta a su tía, doña Ana Fernández de Moratín que, por lo que deduzco, le había dado unos consejos para que no se dejara llevar por la disipación de París. Moratín la tranquilizó y describió la honorable y virtuosa compañía con la que contaba en su estancia: “esta ciudad, con todos los medios de corrupción que ofrece, no parece que altere en nada la austeridad de mis principios”. Recordaba también el ejemplo de su padre y “la honradez y el amable candor de mi abuelo”. Remataba su argumentación con la siguiente afirmación: “el que viene de buenos es bueno si no ha influido algún accidente funesto en su educación”. Lo que, en mi modesta opinión, suele ser verdad.
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*La carta en: Leandro Fernández de Moratín, Epistolario, edición de Ricardo López Barroso, sin fecha.

jueves, 31 de agosto de 2017

EL INSOMNIO DE JOVELLANOS

"Cena y a la cama, en espera de un buen día; pero antes de mucho tiempo, y casi al de llenar la luna, empiezo a sentir el viento, que por instantes crece. El chocolate me había desvelado y hizo la noche más triste. Me duermo, al fin." Amaneció con mal tiempo y escribió: "esto nos desalienta".
(17-18 de noviembre de 1793,  carretera de Pajares, recogido en sus Diarios, edición de José Miguel Caso González, 1992).

domingo, 20 de agosto de 2017

LA RADIO EN LA ANTIGUA GUINEA ESPAÑOLA



Escuchar la radio era uno de los entretenimientos propios de la vida colonial. Según el Anuario de 1957, editado por el Instituto Nacional de Estadística, en los territorios de Guinea Española había dos emisoras de radio: Radio Santa Isabel, cuya longitud de onda era de 40,7 metros, y se podía sintonizar en la frecuencia 7.300 KHz y otra más, llamada Radio Ecuatorial, ubicada en Bata, en la frecuencia 8.800 KHz. Emitían, unas seis horas diarias, programas de entretenimiento, informativos y de música a petición del oyente. Eran del Estado o, al menos, estaban bajo su patrocinio. En el libro La España ignorada (1959), escrito por Mateo Ríos tras un viaje realizado a la colonia, se menciona, además, una emisora de carácter privado y no estatal llamada Radio Papaya, qué solo estaba en el aire de una a tres de la tarde. Todas eran emisoras de onda corta. Por supuesto, con un receptor adecuado, el radioescucha podía captar infinidad de estaciones de otros países y naturaleza.

martes, 1 de agosto de 2017

SERONES


Son de factura muy arcaizante y están ya olvidados en viejos cortijos y casas de labor. Alcalá Venceslada en su Vocabulario andaluz (1933), menciona tres tipos de serones. El serón merendero es de reducida capacidad, sirve para almacenar, además de vituallas para pasar la jornada, cargas pequeñas y demás encargos; el serón pedrero es recio y es útil para acarrear piedras y ladrillos: por último, el serón terrero es bueno, como su nombre indica, para transportar tierra.

domingo, 16 de julio de 2017

LA CRUZ DE LAS NAVAS

La Cruz de las Navas representada en los Anales del Obispado de Jaén de Jimena Jurado 

Vilches, cerca de Despeñaperros, fue reconquistada tras la jornada de las Navas de Tolosa. Desde la lejanía pueden verse las ruinas de su fortaleza y la ermita de la Virgen del Castillo. Todos los años, el tres de mayo,  los vecinos acudían a una ermita en Santa Elena, cerca del campo de batalla de las Navas,  a celebrar el día de la Santa Cruz. Allí se celebraba una procesión "llebando la cruz santa que en la dicha batalla se hace memoria en la que procedia el señor Arzobispo de Toledo y llebandole el arcediano Diego Pascual". Tengo por seguro que el arcediano tuvo que ser hombre de mucho cuajo. La Cruz de las Navas se guardó durante muchos años en la mencionada ermita de Santa Elena  pero, pasado el tiempo, se trasladó a la parroquia de San Miguel de Vilches por miedo a que fuese robada. Ya se sabe que esos pagos serranos eran peligrosos y estaban infestados de ladrones. Hay autores que afirman que ésta no es la cruz que llevó Domingo Pascual sino que se trata de una veleta antigua. Nosotros nos limitamos a dar fe de la tradición. En la ermita de Santa Elena había además un cuadro antiguo, de finales del XVI según Ponz,  que representaba la batalla de 1212. Cuando el cardenal Lorenzana, al volver de Orán, pasó por allí pudo ver la pintura y, espantado por su mal estado, mandó llevarla a Toledo para su restauración.  La romería del día de la Cruz, a inicios de mayo, fue motivo de preocupaciones para el Obispado por las licencias y desvergüenzas que allí se producían. Cuando el obispo fray Benito Marín estuvo en la comarca, durante las visitas pastorales de 1716 y 1720, prohibió que se celebrasen bailes y comidas "guardándose el respeto debido al lugar sagrado".




sábado, 1 de julio de 2017

LOS GOMOSOS Y EL CAKE WALK


Durante los tremendos veranos giennenses, de 1906 a 1908, sin dejarse intimidar por inflexibles catedráticos y a pesar de sus abundantes asignaturas suspensas, ciertos estudiantes snobs, conceptuados en la ciudad del Santo Reino como pollos acreditados, editaban algunas revistillas para su diversión y entretenimiento. Tenían unos títulos entrañables: Cake Walk, La Calabaza y La Adormidera. Esta última era el organo oficial del círculo, confraternidad o club de Los Gomosos y contaba con la beligerancia jurada, sin cuartel ni negociación posible, de las dos primeras.


El Cake Walk era, además, un baile que causó furor a inicios del siglo XX. Una publicación de la época lo describe: “La pareja del cake-walk salta, voltea, pónese de frente a frente, de espalda a espalda, contemplándose, acercándose, separándose, según un ritmo extraño, quebrado e inarmónico, que arrebata, sacude y hace bailar aunque no se quiera” y, acaba el crítico,“Terpsicore halló en el baile-pastel un poderoso hechizo para ejercer su imperio”. 
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*Conozco la existencia de las publicaciones estudiantiles  gracias a la erudición de don Manuel Caballero Venzalá. Por la ilustración reproducida en segundo lugar: BNE Creative Commons.

lunes, 19 de junio de 2017

CÁNOVAS EL PROTECCIONISTA




Cánovas hizo proteccionista a la derecha liberal española. Las otras derechas, integristas y carlistas, por antiliberales, nunca estuvieron de acuerdo con la libertad económica. En 1891 Cánovas escribió De cómo he venido a ser yo doctrinalmente proteccionista. Estaba convencido de que España no podía competir con otros países mientras careciese "de los recursos materiales y morales necesarios para igualarse con las más adelantadas". Para el jefe conservador, aplicar el liberalismo económico supondría la muerte de la nación por consunción "en agonía lenta y repugnante". Era, decía, obligación de todo estadista responsable y patriota defender, mediante aranceles sólidos, la producción de cereales, la minería del hierro y el sector algodonero. Y de paso, aunque esto no lo decía, contentar a los cerealistas castellanos -y no sólo castellanos-, a la gran burguesía bilbaína y los fabricantes catalanes que constituían tres poderosos lobbies. Además, en 1883, Cánovas hizo ver que si España quería mantener una política exterior basada en la neutralidad, alejada de conflictos y alianzas peligrosas, tendría que apoyarse en el proteccionismo para no depender económicamente de otras potencias. Cánovas, junto a lo expuesto y con razón, desmontó el tópico de las infinitas riquezas de España: "O mucho me engaño, o solo entre gente ignorante corre aún la antigua especie de que nuestro país tiene mejores condiciones nativas para producir que ningún otro [...] es el nuestro uno de los más naturalmente pobres entre los de Europa". Esta valoración se fundamentaba, entre otras posibles fuentes, en las desconsoladas apreciaciones de Lucas Mallada, recogidas en Los males de la patria (1890). El modo en que una nación tan pobre y con tales mimbres pudiese autoabastecerse de lo necesario y satisfacer, a precios asequibles, la demanda de productos básicos es un enigma que Cánovas no desvela en su escrito. No digamos ya mantener una industria nacional productiva y rentable. En realidad, esto nunca lo han explicado bien los proteccionistas y demás intervencionistas, ni ayer ni hoy, y cuando lo han hecho han caído, con harta frecuencia, en el arbitrismo más puro o, de lleno, en la literatura fantástica. De manera simultánea a la publicación del opúsculo que tratamos, Cánovas aprobó el arancel de 1891. Para Juan Velarde, tal decisión, supuso la entrada de España en el camino del nacionalismo económico, inspirado por el modelo heterodoxo alemán y reforzado después con el arancel de 1906. Antonio Maura, el otro gran líder del conservadurismo español, también apoyó esta política económica mediante la defensa de una política económica intervencionista, cartelizadora y corporativista. Es cierto que Cánovas no tuvo quizás demasiadas opciones, cuando países como Estados Unidos o Gran Bretaña, de gran tradición liberal, aplicaban medidas arancelarias. Todos se hacían, como se puede ver, proteccionistas. Los republicanos y la derecha no liberal, como apuntábamos al principio, desde Don Carlos -Carlos VII para los carlistas- hasta los propios integristas. El proteccionismo, en gran medida, hacía revivir al mercantilismo y al intervencionismo económico del Antiguo Régimen plasmado en ordenanzas municipales, leyes reales y normativas gremiales. La Autarquía, que a Franco tanto le costó abandonar, fue la consecuencia última de esta tendencia, reforzada por la Dictadura de Primo de Rivera y por la II República, antes incluso de la recepción del pensamiento keynesiano. Visto lo anterior, es fácil reconocer la genealogía de la atracción que ejercen hoy, sobre populistas de izquierdas y de derechas, el retorno a las economías nacionales, el rechazo a la globalización y el mito de la autosuficiencia. 
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Imagen: BNE Creative Commons

sábado, 27 de mayo de 2017

LOS ESPAÑOLES, LOS INGLESES Y AZORÍN

                                               (Spanish Battery, Tynemouth, Northumbria)

Cuando Alfonso XIII viajó a Inglaterra, en 1905, Azorín escribió unas espléndidas crónicas para ABC. Éstas se recogen, al menos en parte, en el estimable libro de Manuel María de Arrillaga, Lo que no se conoce de la vida del Rey (1955), con prólogo del conde de Vallellano y epílogo de Yanguas Messía. Azorín hace una inteligente reflexión que, como todas las suyas, hay que tener muy en cuenta aunque no deja de provocar cierta sorpresa:

"todos los prejuicios que sobre él [el pueblo inglés] tenemos los meridionales, se desvanecen cuando se les visita. No hay nación que se parezca más a la nuestra que Inglaterra. Los ingleses lo dicen y todos los españoles residentes en Londres lo confirman".

Parece una ocurrencia pero, si le damos unas vueltas a esta idea -como hacíamos hace un tiempo al citar el estudio de Ignacio Peyró- descubrimos que han existido notables semejanzas entre ambas naciones, mucho más evidentes hace cien años que ahora: el relativo aislamiento geográfico propiciado por el Canal de la Mancha y los Pirineos, la desconfianza hacia Francia cuando no una abierta hostilidad hacia sus pretensiones hegemónicas, la presencia de separatismos, el monarquismo, todavía muy sólido los tiempos de Azorín, un fuerte sentimiento de independencia -muy resaltado para el caso español, y en todo momento, por Anthony Eden en sus memorias-  y el individualismo esencial e irreductible de nuestros mejores momentos. También la impronta de lo religioso en la política así como la compartida condición de haber sido potencias imperiales y marítimas. El abandono inglés de la Unión Europea bien puede interpretarse como el rechazo irresistible de la vieja monarquía oceánica hacia las complicaciones e inoportunos compromisos continentales. Nuestra rivalidad, nuestros más y nuestros menos con Inglaterra son explicables a partir de estas coincidencias. Y también -aunque creo que esto ya no es así- la enigmática dificultad de españoles e ingleses para aprender otros idiomas, asunto sobre el que se ocupó, en algún momento, Ortega. En fin, si ellos medían su imperio en millas y yardas, nosotros lo hacíamos en leguas, varas, fanegas y celemines y si ellos ahogaban sus penas en pintas y medias pintas, nosotros en azumbres y cuartillos.



sábado, 13 de mayo de 2017

PARA VESTIR COMO UN CABALLERO (1761)


En enero de 1761, contrajeron matrimonio en la parroquia del Sagrario de Jaén don Diego Eleuterio Sanz y Atocha y doña Francisca Quiteria Fernández de Velasco y Carrillo de Monroy. Doña Francisca Quiteria nació hacia 1731. Casarse a los treinta años hace dos siglos y medio no era tomarse las cosas con demasiada prisa, de hecho, doña Francisca Quiteria tuvo tiempo para todo y fue afortunada, al menos en lo que a su larga vida respecta, pues conoció la mayor parte del siglo XVIII y las dos primeras décadas del XIX. Vivió bajo los reinados de Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII y fue testigo, ya octogenaria, de la invasión de Napoleón y hasta del pronunciamiento de Riego pues todavía vivía y tenía mando en plaza en 1823. Hay que decir, además, que fue señora muy linajuda -bien lo sabemos gracias a los estudios de don Enrique Toral y Peñaranda- pues era  descendiente de Antona García de Monroy, que levantó Toro a favor de la Reina Católica, del obispo don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, de honrada memoria, y de los señores de Sancho Íñiguez. Estaba también emparentada con caballeros veinticuatro y clérigos de renombre. Del pobre don Diego, y digo pobre porque parece haber quedado en el olvido, poco podemos decir, salvo que era hijo de don Luis Vicente Sanz y de doña María Feliciana de la Yedra y Palomares. No tenemos noticia de la fecha de su muerte y ni de otros detalles de su ascendencia. Sí conocemos, gracias a la correspondiente escritura notarial que fundamenta estas notas, su firma y su vestuario. No era muy abundante pero, la verdad, parece escogido y elegante. Es el que sigue:

Un vestido cumplido con casaca, chupa y un par de calzones: 304 reales y medio.
Una capa de paño de Albaicín: 90 reales.
Un vestido "de medio carro" con casaca, dos chupas y dos pares de calzones, la casaca forrada de seda: 316 reales.
Un par de calzones de ante "más que mediados" con botonadura de plata y charreteras: 60 reales.
Una capa de medio pelo "color café oscuro": 99 reales.
Unos botines y una montera de paño fino: 12 reales.
Dos gorros de seda: 20 reales.
Una casaquilla corta de paño fino: 48 reales y medio.
Dos sombreros, uno a tres picos y otro chambergo: 50 reales.
Un peluquín: 22 reales.
Dos pares de medias, dos de seda y otras de estambre, sin estrenar: 86 reales.
Un par de zapatos sin estrenar: 15 reales.
Seis mudas de ropa -camisas y jubones- de tiradizo y medianillo y seis pares de calcetas, todo sin estrenar: 363 reales.
Cinco camisillas, dos de estopilla y otra de Bretaña, sin estrenar, y otras dos mediadas, también de Bretaña: 208 reales.
Un "beriqui": ocho reales.
Una espada ancha: 50 reales.
Un espadín con su puño de plata de ley: 165 reales.
Un juego de hebillas de zapatos y charreteras: 50 reales.
Unas corchetas de corbatín: 16 reales.
Una botonadura de piedras: 16 reales.

Para completar el capital se añadían 1.300 reales de vellón en metálico, sumando todo 3.300 reales. La estimación del valor de los bienes anteriores estuvo a cargo del maestro sastre Sebastián Salinas. Dejo a los especialistas y a los estudiosos de la historia del vestido las consideraciones que correspondan pero no es aventurado pensar que estamos ante el fondo de armario de un caballero de discreta posición. Para acabar, dos reflexiones más: el chambergo, la espada ancha y quizás la montera son concesiones al casticismo; el sombrero de tres picos, el peluquín y el espadín simbolizan los tiempos ilustrados. Nunca sabremos qué le tiraba más a don Diego Eleuterio Sanz, si lo uno o lo otro.



miércoles, 26 de abril de 2017

MÁS NOTICIAS SOBRE LOBOS EN POZOBLANCO (1625)

Pasado el día de San Marcos, el 26 de abril de 1625, el concejo de Pozoblanco libró distintas sumas destinadas a aquellos vecinos que habían cazado lobos y zorros. Como ya he indicado en alguna ocasión, estos fondos procedían de un repartimiento que se realizaba anualmente y de manera expresa para tal fin. En el citado año se recaudaron 10.620 maravedíes y se pagaron, algo más de lo recaudado o previsto para tales gastos. De esta suma, 7.500 maravedíes se emplearon para recompensar a los cazadores de cinco "lobos mayores", a razón de 1.500 maravedíes por cabeza. Uno de los vecinos agraciados por las gratificaciones fue el alcalde ordinario Diego Fernández Redondo. Este personaje aparece también como beneficiario por la captura de otro lobo en 1616. Si los cazaba personalmente, por afición o necesidad, o lo hacía cualquier otro criado, mozo o pastor de su casa es algo que nunca sabremos. Se pagaron además 36 reales por dieciocho zorros, a razón de dos reales cada uno, a Juan Santiago y a Pedro Pozuelo. Normalmente había que llevar las pieles, las patas o las orejas de los animales para demostrar su captura. A los libramientos mencionados se añadieron 37 reales para el escribano y otros 1.500 maravedíes para pago de recaudadores.
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*Las cuentas proceden del Archivo Municipal de Pozoblanco.

domingo, 16 de abril de 2017

GESTOS, SEÑALES Y MALOS RATOS (1673)

Cada época tiene sus códigos. En el siglo XVII, a pesar de las visitas a escribanos y los papeles formales, ciertos gestos y señales tenían todavía un gran valor y obligaban más que una escritura. Mencionaré un ejemplo de los muchos que se pueden encontrar en los archivos. En 1673, Pedro de Campos, un apesadumbrado vecino de Torredelcampo, de la jurisdicción de Jaén, tenía ciertas diferencias con Diego Pancorbo "en raçon de haverle faltado de su cortixo once marranos". No dice más al respecto. La punta de ganado en cuestión no era poca cosa, tenía su valor en el mercado y podía, bien elaborados y administrados sus productos, aportar un año de abundancia y alegría a varias familias de cristianos viejos. El mal rato del ganadero tuvo que ser antológico y al enterarse de la ausencia de los cochinos denunció lo ocurrido ante la Justicia. Pasados los días, algo más apaciguado y seguramente convencido por amigos y parientes, Campos reconsideró su decisión y decidió perdonar a Pancorbo. Tenía su mérito lo de resignarse a la pérdida, quizás definitiva, de once marranos como once soles. Los imaginaría errantes por las eras y los caminos o ya, a buen recaudo, en corrales ajenos. No creo que se tratase de un robo pues en ese caso no era fácil hacer efectivo el perdón de la parte ofendida. Otra cosa eran las muertes, las injurias, los descalabros y los delitos contra la moral. Una estocada seca se resolvía con más facilidad y humana comprensión por parte de corregidores, alcaldes y oidores que un robo. Así eran las cosas. Con todo, Pedro de Campos suplicó "a la Justicia no proceda contra el susodicho en dicha raçon y juro por Dios Nuestro Señor y una señal de la Cruz que hiço con su mano derecha". No debemos tomar a la ligera lo anterior. A la declaración verbal del perdón se unía la señal de la cruz para que los testigos pudieran no sólo oír su juramento sino también verlo. En caso de duda ahí estaban ellos para resolverla. Pocos sabían leer y escribir pero de memoria estaban todos muy bien abastecidos. Con este gesto solemne quedaba cerrada la querella para siempre.

viernes, 7 de abril de 2017

IRLANDESES EN JAÉN (1657)

Antes de 1700, entre los siglos XVI y XVII, más de cien mil irlandeses buscaron amparo y refugio en España. Muchos sentaron plaza de soldados en los ejércitos reales. Mencionaré un caso de este destierro irlandés. En 1657 se presentó una familia de Cork ante el Cabildo municipal de Jaén. Sus componentes, según las actas capitulares, eran señores de vasallos de tres lugares en Irlanda e iban camino de Madrid. Afirmaron ante los regidores que carecían de recursos y que padecían una extrema necesidad por "habernos quitado nuestras haciendas la tiranía de Oliverio Cromwell, el jefe inglés, habiendo martirizado a algunos de nuestros hijos y padre y un hermano religioso, despedazándolos en caballos y haciendo con ellos otros malos tratamientos por los cuales perdieron sus vidas por la fe de Dios Nuestro Señor, habiéndonos escapado nosotros de los riesgos de dicho tirano"*. Es de imaginar la indignación de los caballeros capitulares. Para confirmar lo expuesto y demostrar que no había engaño alguno, el escribano del Cabildo hizo constar que presentaron diversos documentos cuya veracidad convenció a los caballeros veinticuatro. Se les libraron cien reales, procedentes de la renta del vino, para que pudiesen continuar su viaje.
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*La noticia procede de las actas municipales del Cabildo municipal de Jaén y fue publicada por Pedro de Jaén en la sección "Papeles viejos" de la revista Senda de los Huertos, números 63-64, págs. 121-127, 2003.

domingo, 26 de marzo de 2017

CUNQUEIRO, PRINCE TOP Y LAS PATAS DE PALO


Hace unos años escribí unas notas sobre patas de palo y pude dar cuenta del recuerdo de Chateaubriand sobre la emocionada impresión, vivida por el zar Nicolás I, cuando escuchó a modo de redoble, en el interior de Los Inválidos, el golpeteo de las patas de palo de los veteranos napoleónicos. Pocas prótesis más marciales que el parche en el ojo perdido y la pata de palo. Han sido de la predilección de generales, almirantes, soldados rasos, toreros, aventureros y piratas de todos los tiempos. Vuelvo a este asunto tras releer un artículo de Álvaro Cunqueiro precisamente dedicado a las patas de palo. Menciona nuestro autor a un vecino suyo llamado Pardo de Viabre que trabajó en París en un sanatorio para perros. Al retornar a Galicia lo hizo con uno al que, para fortuna de los dos, libró de ser sacrificado. Se llamaba Prince Top. El perro, como consecuencia de un accidente, tenía un ojo de cristal que, para su correcta conservación, se ponía cada noche en un recipiente con manzanilla, y además una pata de palo. Bueno, en realidad tenía dos de estos apaños: una pata de palo para ir por los campos, bien rematada con un regatón ferrado, y otra para andar por casa con un taco de goma. Cunqueiro nos dice que era un perro poco agraciado "cruzado de la raza chilana de Madagascar con basset-griffon", primo de Zarcero, el muy ilustre basset de Doña Victoria Eugenia, Reina de España, sin perjuicio de otras ascendencias e igualmente ilustres entronques con bichones malteses y caniches. Cuenta don Álvaro muchas costumbres curiosas del perro y lo recuerda tumbado, con señoril indolencia, en la Casa Grande de Viabre. Sus descendientes fueron también, por lo que se sabe,  escasamente diligentes. Prince Top, el pobre, murió de pulmonía doble y consta que se negó a tomar febrifugol.
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* El artículo de Álvaro Cunqueiro: "Patas de palo", publicado en Culturas, suplemento cultural de Diario 16, sábado, 23-2-1991.

domingo, 12 de marzo de 2017

BASTONES ESTOQUE


Ya no pasea nadie con bastones estoque. Eran, al parecer, unos objetos de uso corriente en tiempos de nuestros abuelos y bisabuelos. Dos razones favorecían su difusión. En primer lugar el hábito de llevar bastón y, después, la inseguridad en calles y caminos. La costumbre de portar armas de distinta naturaleza estaba muy extendida hace menos de cien años. Incluso era conveniente, para andurrear por ahí con un mínimo de seguridad, contar con unas nociones de boxeo al estilo inglés o con la suficiente pericia en la esgrima de palo y bastón. Si se iba acompañado por un razonable número de criados, asistentes y fámulos bien fogueados, nada había que temer. El bastón estoque representaba, sin embargo, una buena opción, de uso universal, tanto entre caballeros como entre hampones. Se entregaba como trofeo en certámenes deportivos, como en 1905 cuando, según la revista Gran Vida, en un campeonato de "lawn tennis" -que tuvo lugar en Barcelona- uno de los triunfadores, apellidado Newland, recibió del cónsul del Reino Unido, don Federico Roberts un estupendo bastón-estoque. El conde de Sert donó, para obsequio de otros deportistas, unas lujosas cigarreras. Por cierto, sabemos gracias a Ignacio Peyró que los ingleses fabricaban unos magníficos paraguas estoque que eran muy del gusto de los españoles. Años antes del citado certamen de "lawn tennis", en 1860, el Café del Progreso, en Madrid, sorteó entre sus clientes y parroquianos un espléndido bastón estoque de la fábrica de Toledo. Cada consumición daba derecho a un boleto para participar en la rifa. Es de imaginar el justificado y más que comprensible júbilo del premiado. Ese día abandonaría las estancias del café con altivo empaque, con la seguridad de ir bien protegido por un flamante bastón estoque. Mencionaré también una fábrica de paraguas que estaba en la capital de España -Fuencarral, 5- en la que se ofrecía al público, en 1855, "un gran surtido de bastones de estoque de última moda". De las variedades de bastón estoque, ofrecidas por otro establecimiento,  se da cuenta en el recorte de períodico que se adjunta.



Entre los políticos, creo que el conde de Romanones era aficionado al uso del bastón estoque. Éste le permitía ir bien equipado para lidiar con sus achaques que, la verdad, llevaba con mucha elegancia, sentido del humor y buen porte y, de paso, ir por la vida bien defendido. Es conocido el ruidoso suceso acaecido en las Cortes en 1889 cuando el Conde, todavía joven, fue acusado de haber desenvainado el estoque en un acalorada sesión y en defensa del marqués de la Vega de Armijo. Como consecuencia de esta polémica, estuvo a punto de batirse en duelo con Romero Robledo al que le envió sus padrinos. Al final todo se arregló sin mayores problemas. Respecto a los de la mala vida, citaré una noticia de una fecha ya tardía, de 1935, en la que se menciona una banda de ladrones capturada por la Guardia Civil. Los delincuentes contaban con una pistola automática, dos escopetas, una navaja de grandes dimensiones una ganzúa, un berbiquí y un bastón estoque.
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*Ilustraciones: BNE, Creative Commons CC.

sábado, 25 de febrero de 2017

LA FUGA DE DOS BANDOLEROS (1766)

                                                (Casas del Cabildo de Baños de la Encina, Fotografía de Diego Muñoz-Cobo.)

No es cuento, Sierra Morena era un lugar muy peligroso hasta la fundación de la Guardia Civil, la construcción del ferrocarril y la difusión del telégrafo. La causa era el bandolerismo. Frente a interpretaciones románticas y supuestas justificaciones sociológicas o económicas, la actuación impune de partidas de ladrones en los montes españoles, no sólo en Sierra Morena, supuso la comisión de crímenes horrendos, robos, secuestros y demás desmanes. También, por supuesto, un serio obstáculo al comercio, las comunicaciones y una pérdida incalculable de ingresos para la Real Hacienda como consecuencia del contrabando. La tolerancia y la complicidad, de buen grado o forzada, del paisanaje y de las autoridades locales originaron que en comarcas enteras no se hiciese presente la acción del Estado, incapaz de proteger vidas y bienes. Creo que estas fueron las circunstancias que explican el caso que voy a relatar, ocurrido en Baños de la Encina, en la provincia de Jaén, cerca de Sierra Morena. El espacio en el que se desarrollaron los hechos es conocido por la mayoría de los lectores pues es ruta obligada en el camino de Madrid a Cádiz, pasados Despeñaperros, La Carolina, Guarromán y en las proximidades de Bailén.

En 1766 estaban en la cárcel de Baños de la Encina dos bandoleros llamados Manuel Urbán Jordán y Juan Agudo: "se hallaban capturados en ella por el hurto que habían cometido en el sitio de Carvoneros, junto a El Zerrillo que dicen de los Ladrones, compreendido en la deesa de Martin Malo, jurisdiccion de la ziudad de Baeza". Estos lugares bien justificaban un prudente rodeo para no pasar por ellos. Nada menos que Pablo Olavide, inspirador y gobernador de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, describió el Arroyo de Carboneros como un lugar ominoso donde se cometían los crímenes que inspiraban "más terror a los pasajeros". El paraje, para amenizar al viajero, "aún se mantenía poblado de miembros cortados puestos por orden de la Justicia para escarmiento".

Un día, estos dos individuos -Urbán y Agudo- se fugaron del calabozo "por la fractura que hicieron de sus prisiones y quebrantamiento de una de las paredes principales del calavozo de esta dicha villa [...] a causa de la poca seguridad y defensa de dicha paredes, por ser estas muy antiguas y llenas de salitre las tapias de su construzion".No parece un caso insólito y tampoco era la primera vez que un reo se fugaba de la cárcel de la villa. Las carceles en los siglos XVII y XVIII estaban muy lejos de ser lugares inexpugnables y rigurosamente vigilados pero el relato del escribano, cuyo texto reproduzco, parece dudoso. Que una pared de tapial, cal y canto fuese derribada sin que nadie -ya fuese vecino, alguacil o alcaide- se apercibiese no es creíble. El alcaide en particular, que era también alguacil mayor de la villa, al tener conocimiento de la fuga, se refugió en la Ermita de Jesús del Llano, acogido a sagrado a pesar -decía- de haber perseguido a los presos sin conseguir capturarlos.

Un año más tarde, en octubre de 1767, Manuel Urbán volvió a ser detenido. Fue interrogado sobre los detalles de su fuga y declaró haber recibido ayuda de una mujer llamada María de San Pedro y del alcalde ordinario y "primer asiento" - un regidor con ciertas preeminencias- del cabildo municipal de Baños, don Gabriel Antonio Lechuga y Galindo. Este personaje, de los poderosos del pueblo, negó tal acusación pero sabemos que fue encarcelado. No faltarían indicios claros aunque verse en un calabozo, con grilletes en los tobillos, era cosa fácil en aquellos tiempos. Unos años después, en 1770, el alcalde en cuestión era procesado "por un exceso cometido por el otorgante y por los dos escribanos del Número de dicha villa -probablemente uno de ellos era autor de la relación mencionada- y por Juan Alonso Montesinos, alcalde asimismo de ella".
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Más datos en: Ángel Aponte Marín, "Algunas notas alrededor de un caso de bandolerismo en Baños de la Encina", Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, 154, 1994. Texto completo aquí.