sábado, 25 de febrero de 2017

LA FUGA DE DOS BANDOLEROS (1766)

                                                (Casas del Cabildo de Baños de la Encina, Fotografía de Diego Muñoz-Cobo.)

No es cuento, Sierra Morena era un lugar muy peligroso hasta la fundación de la Guardia Civil, la construcción del ferrocarril y la difusión del telégrafo. La causa era el bandolerismo. Frente a interpretaciones románticas y supuestas justificaciones sociológicas o económicas, la actuación impune de partidas de ladrones en los montes españoles, no sólo en Sierra Morena, supuso la comisión de crímenes horrendos, robos, secuestros y demás desmanes. También, por supuesto, un serio obstáculo al comercio, las comunicaciones y una pérdida incalculable de ingresos para la Real Hacienda como consecuencia del contrabando. La tolerancia y la complicidad, de buen grado o forzada, del paisanaje y de las autoridades locales originaron que en comarcas enteras no se hiciese presente la acción del Estado, incapaz de proteger vidas y bienes. Creo que estas fueron las circunstancias que explican el caso que voy a relatar, ocurrido en Baños de la Encina, en la provincia de Jaén, cerca de Sierra Morena. El espacio en el que se desarrollaron los hechos es conocido por la mayoría de los lectores pues es ruta obligada en el camino de Madrid a Cádiz, pasados Despeñaperros, La Carolina, Guarromán y en las proximidades de Bailén.

En 1766 estaban en la cárcel de Baños de la Encina dos bandoleros llamados Manuel Urbán Jordán y Juan Agudo: "se hallaban capturados en ella por el hurto que habían cometido en el sitio de Carvoneros, junto a El Zerrillo que dicen de los Ladrones, compreendido en la deesa de Martin Malo, jurisdiccion de la ziudad de Baeza". Estos lugares bien justificaban un prudente rodeo para no pasar por ellos. Nada menos que Pablo Olavide, inspirador y gobernador de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, describió el Arroyo de Carboneros como un lugar ominoso donde se cometían los crímenes que inspiraban "más terror a los pasajeros". El paraje, para amenizar al viajero, "aún se mantenía poblado de miembros cortados puestos por orden de la Justicia para escarmiento".

Un día, estos dos individuos -Urbán y Agudo- se fugaron del calabozo "por la fractura que hicieron de sus prisiones y quebrantamiento de una de las paredes principales del calavozo de esta dicha villa [...] a causa de la poca seguridad y defensa de dicha paredes, por ser estas muy antiguas y llenas de salitre las tapias de su construzion".No parece un caso insólito y tampoco era la primera vez que un reo se fugaba de la cárcel de la villa. Las carceles en los siglos XVII y XVIII estaban muy lejos de ser lugares inexpugnables y rigurosamente vigilados pero el relato del escribano, cuyo texto reproduzco, parece dudoso. Que una pared de tapial, cal y canto fuese derribada sin que nadie -ya fuese vecino, alguacil o alcaide- se apercibiese no es creíble. El alcaide en particular, que era también alguacil mayor de la villa, al tener conocimiento de la fuga, se refugió en la Ermita de Jesús del Llano, acogido a sagrado a pesar -decía- de haber perseguido a los presos sin conseguir capturarlos.

Un año más tarde, en octubre de 1767, Manuel Urbán volvió a ser detenido. Fue interrogado sobre los detalles de su fuga y declaró haber recibido ayuda de una mujer llamada María de San Pedro y del alcalde ordinario y "primer asiento" - un regidor con ciertas preeminencias- del cabildo municipal de Baños, don Gabriel Antonio Lechuga y Galindo. Este personaje, de los poderosos del pueblo, negó tal acusación pero sabemos que fue encarcelado. No faltarían indicios claros aunque verse en un calabozo, con grilletes en los tobillos, era cosa fácil en aquellos tiempos. Unos años después, en 1770, el alcalde en cuestión era procesado "por un exceso cometido por el otorgante y por los dos escribanos del Número de dicha villa -probablemente uno de ellos era autor de la relación mencionada- y por Juan Alonso Montesinos, alcalde asimismo de ella".
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Más datos en: Ángel Aponte Marín, "Algunas notas alrededor de un caso de bandolerismo en Baños de la Encina", Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, 154, 1994. Texto completo aquí.

viernes, 10 de febrero de 2017

DE PERROS Y DE CAZA (1864)


En el libro de don Pedro de Morales Prieto, Las monterías en Sierra Morena a mediados del siglo XIX, (Madrid, 1902), del que ya nos hemos ocupado en una ocasión, se da cuenta de los perros que tomaron parte en unas jornadas de caza que tuvieron lugar en el otoño de 1864.  Se describen también algunos rasgos de las realas de aquellos tiempos y de las obligaciones de los podenqueros. El autor considera al podenco, de manera indiscutible, "el perro predilecto para la caza de reses en Sierra Morena". Afirma que era habitual su crianza cruzándolos con mastines, alanos y "buldoks".  Recuerda al general Serrano, duque de la Torre, cuando llevó a Arjona una collera de podencos finos de las Baleares llamados Hachón y Mola "que dejaron en las monterías [...] más allá de su justa fama y fueron la base de la excelente raza que aún se conserva en el pueblo, aunque muy cruzada". El autor refiere el caso de don Diego Manuel de Alférez, un mayorazgo de Arjona  que "pasó su vida a caballo y cazando en Sierra Morena". Era poseedor de una reala de dieciséis podencos que estaban a cargo de un podenquero Barrerilla.

Los nombres de estos perros isabelinos merecen recordarse y no carecen de gracia: Hidalgo, Curiosa, Artillero, Verdugo, Cuchaliche, La Coqueta, Tabique -perrillo de mucho mérito- Levita, Chaleco, Elefante, Batidora, Falucho, Terrible, Valcabero, Paje, Fandango y Pilatos. La política y los acontecimientos internacionales también inspiraban otros nombres como Gambetta, Garibaldi y dos de una collera se llamaban, respectivamente, Unión y Liberal. El cuidado de los perros merece asimismo la atención de don Pedro de Morales Prieto. Cada mañana los podenqueros recibían un hato de pan para sus perros. Éstos eran convocados a la voz de "pan, pan". Una vez sentado el podenquero, en el suelo o en una piedra, navaja en mano, cortaba las raciones proporcionadas para cada perro a los que "llama por su nombre, le echa la ración de pan, que siempre es cogida en el aire". Hay perros que enterraban el pan pues, en algunos casos, ya habían comido despojos de reses o aprovechado los descuidos del cocinero o del hatero. Otros tenían la costumbre de no comérselo de una vez y el podenquero se veían obligado a administrárselo. Había perros especializados en desenterrar el pan ajeno con las consiguientes y lógicas disputas entre saqueadores y propietarios. Los podenqueros debían estar atentos en estos casos e intervenir para evitar males mayores. Un dato que me parece de interés etnográfico: los perros de los cortijos comían pellas de harina de cebada y los de las casas una libra de pan de trigo y centeno.

La caza mayor era una actividad arriesgada para los perros. En el relato se recuerda -junto al gran pesar de sus amos- la muerte de Liberal, Falucho, Terrible, Paje y Fandango al ser acometidos por un jabalí que defendía, con toda legitimidad, su vida. Quedaron diecisiete bajas en el lance y muy malheridos Pilatos, La Coqueta, Garibaldi y Levita. Escribe el autor: "los podenqueros cosían las heridas de los perros lesionados y correspondían con halagos a los lastimeros aullidos que proferían y que partían el alma".

La descripción de la vuelta es de romancero: "los perros iban rendidos y mientras estuvo parada la expedición se mantuvieron echados en el suelo como si fuesen objetos inanimados. Parecía que en las jaras se habían dejado las energías y desde que pisaron la campiña y comprendieron que se había terminado la campaña, se acordonaron las colleras detrás de sus respectivos podenqueros, y marchaban silenciosamente, unos cojeando, los más aspeados, y todos deseando terminar pronto la jornada". Los perros heridos hicieron el camino de regreso andando, a ratos, y a lomos de caballerías.