martes, 26 de septiembre de 2017

LA EMPRESA DEL SEÑOR DE BEAUMONT



Isabel, reina de Inglaterra, era hija de Felipe el Hermoso de Francia. Vivió en la primera mitad del siglo XIV. Mal casada con Eduardo II, se le hizo la vida tan insufrible en las Islas, por ingratitudes y celadas, que decidió retornar a Francia en busca de amparo. Fue muy bien recibida y agasajada por su hermano el rey Carlos Capeto pero, pasado el tiempo, razones de Estado y mezquindades cortesanas le hicieron ver que debía buscar otro cobijo. Siempre ha sido así con los reyes desterrados y caídos en desgracia. Mucho le quedaba por penar y padecer a tan gentil reina. Hubo de recurrir, entonces, a quien con más generosidad y valor estuviese dispuesto a hacer valer su derecho. Encontró una espada a su servicio en Jean de Hainaut, señor de Beaumont, hermano del conde de Hainaut, que le dijo: “ciertamente señora, ved aquí a vuestros caballeros que os seguirán hasta la muerte aunque todo el mundo os falle. Haré todo lo que pueda para acompañaros a vos y a vuestro hijo a Inglaterra y devolveros a vuestra condición con la ayuda de vuestros amigos que están al otro lado del mar tal y como me habéis dicho. Y yo y todo aquel al que se lo pueda rogar, arriesgaremos las vidas hasta que vos hayáis superado vuestras necesidades”. Nadie que conozca el verdadero sentido de la caballería puede leer estas palabras sin emocionarse. Aquellos que se encuentren, por los azares de la vida o la voluntad de Dios en situaciones similares que sigan el ejemplo del señor de Beaumont. 




Froissart, al que leo en esta tarde de otoño, escribió sobre la llegada al Continente de la reina Isabel: “Cuando la reina de Inglaterra llegó a Boulugne con todo su séquito, dio gracias a Nuestro Señor y se dirigió a pie hasta la iglesia de Nuestra Señora como muestra de devoción y allí ofreció su oración delante de la imagen. El abad y todos los monjes la recibieron con gran alegría y fue albergada allí con toda su mesnada”. Era comprensible el aliviado agradecimiento de Doña Isabel de Francia. Los viajes por mar, aunque fuesen de poca distancia, eran empresa arriesgada y muy incierta. Se salía de los puertos y nunca se sabía el lugar de atraque o si, desarboladas las naves y con penalidades sin cuento, acababa uno tristemente estrellado en algún acantilado.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

EL AZAR



"Si Troya no hubiese sido tomada; si los griegos hubieran vencido en las Termópilas; si Alejandro hubiese sido derrotado por Darío; si en los Idus de Marzo, César no hubiese concurrido al Senado; si Constantinopla hubiera caído en poder de los califas omeyas; si en el Guadalete hubiese triunfado Rodrigo de Tariq; si Carlos Martel hubiese sido derrotado en Poitiers: si en Zalaca no hubiese sido vencido Alfonso VI; si América hubiese sido descubierta por los musulmanes españoles; si en las Navas de Tolosa hubiese sucumbido la Cristiandad hispana; si Juana de Arco no hubiese galvanizado la resistencia de Francia; si Lutero hubiese sido suprimido en sus comienzos; si un hijo de Felipe II hubiese reinado en Inglaterra y Flandes; si don Juan de Austria se hubiera casado con María Estuardo; si la Armada Invencible lo hubiera sido en realidad; si en la rue de la Ferronerie no hubiese sido asesinado Enrique IV; si el 18 Brumario no hubiese puesto fin a la Revolución Francesa; si Napoleón hubiera vencido en Waterloo..."

(Claudio Sánchez Albornoz, España, un enigma histórico, 1957)

jueves, 7 de septiembre de 2017

EL QUE VIENE DE BUENOS ES BUENO


Leandro Fernández de Moratín pasó en Francia el verano de 1787. Fue su primer viaje a esa monarquía, como secretario de Cabarrús y bajo la protección de Godoy. París, poco antes de la Revolución, era un hervidero de ideas, de expectativas y de ánimos irritados. El 28 de agosto escribió a Jovellanos: “me parece que estaba aquello a punto de dar un estallido”. Más adelante, en su segundo viaje, verá con el horror propio de un hombre del Antiguo Régimen en qué paraba todo eso. Desde París, escribió una carta a su tía, doña Ana Fernández de Moratín que, por lo que deduzco, le había dado unos consejos para que no se dejara llevar por la disipación de París. Moratín la tranquilizó y describió la honorable y virtuosa compañía con la que contaba en su estancia: “esta ciudad, con todos los medios de corrupción que ofrece, no parece que altere en nada la austeridad de mis principios”. Recordaba también el ejemplo de su padre y “la honradez y el amable candor de mi abuelo”. Remataba su argumentación con la siguiente afirmación: “el que viene de buenos es bueno si no ha influido algún accidente funesto en su educación”. Lo que, en mi modesta opinión, suele ser verdad.
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*La carta en: Leandro Fernández de Moratín, Epistolario, edición de Ricardo López Barroso, sin fecha.