domingo, 26 de noviembre de 2017

CARABINAZOS

Es probable que una estocada bien tirada fuese más de temer que un carabinazo. Según los estudiosos de cuestiones militares, en tiempos de Napoleón uno de cada seis cartuchos era defectuoso. Si había demasiada humedad aumentaba la proporción y una cuarta parte de la munición resultaba inútil. Igual pasaba con pistolas y fusiles en combates prolongados. Además, a unos cien metros las posibilidades de marrar el tiro ascendían a un 95 %.  Más limitada todavía era la eficacia de las armas de fuego en el siglo XVII. Otra cosa ocurría, como es natural, con los disparos a bocajarro. El carabinazo era, en el siglo de Lope, Velázquez y Calderón, un recurso muy al uso y muy del gusto para aquellos españoles de poca paciencia, para resolver asuntos particulares, cuadrar cuentas con recaudadores de millones, entrevistarse con alguaciles, alejar y no alojar compañías de soldados de los pueblos, espantar rebaños, vengar impertinencias, establecer equitativos turnos de riego, defender melonares y solventar diferencias e imprecisiones sobre mojoneras y demás asuntos catastrales. Todo sin recurrir a pleitos largos e inciertos y, por supuesto, sin soltar un maravedí a ministros ni a curiales. Era la consecuencia de una sociedad mucho más violenta que la de ahora, aunque muchos crean lo contrario y piensen que la vida de antaño era un balneario. En 1617, los vecinos de Huelma probaron a propinarle un arcabuzazo, afortunadamente con mala puntería, al veinticuatro de Jaén don Luis de Guzmán y Quesada y a toda su comitiva. Y todo por unos desajustes en la ubicación de unos mojones y quizás por estar hartos de arrogancias por parte de guardas, veedores y demás dependientes. Hubo, como consecuencia, un escandalazo de padre y muy señor mío, con pesquisas, querellas y demás. No era la primera vez que se padecían estas demasías y no eran el regimiento y el concejo de Jaén, con voto en Cortes y cabeza de Reino, cualquier cosa para recibir tal trato. Otro carabinazo memorable fue el que recibió, a corta distancia, el alguacil mayor don Lucas Manuel de Velasco, en 1681. Salvó la vida de milagro gracias a un relicario que llevaba en el pecho.

sábado, 18 de noviembre de 2017

MÁS SOBRE SALUDADORES


Decían ser capaces de curar determinadas dolencias mediante oraciones, ensalmos, soplos y similares artes. Contaron con el suficiente crédito en siglos pasados, hasta recibir licencias de los cabildos municipales para ejercer dicha gracia. Y digo gracia porque no se estudiaba para saludador sino que se era tal por ciertas circunstancias unidas al nacimiento. Si el lector tiene curiosidad por conocerlas puede leer mis apuntes, de hace media docena de años, en Retablo de la Vida Antigua. Después, con el paso del tiempo y los avances de la ciencia, el prestigio de los saludadores se empañó y sólo recurrían a ellos en comarcas aisladas y en ambientes populares muy apegados a lo antiguo o que, sencillamente, no tenían posibilidad de recibir atención médica. Había saludadores que eran requeridos por los ganaderos para sanar o garantizar la salud de las reses, a los que se refiere don Ángel Ruiz en su prestigioso cuaderno En Compostela. En 1806, Jovellanos, en su destierro de Bellver, tuvo noticia de una saludadora que “tenía la virtud de curar las nubes de los ojos sin más que soplarlas en días de comunión, con tal que el enfermo se hubiese puesto también en gracia.” Jovellanos padecía cataratas y creo yo que de aquí vendría su interés por el caso, aunque sospecho que mantendría un benévolo escepticismo al respecto. Comparaba esta facultad con la de los reyes de Francia cuando, en el ejercicio de sus dones taumatúrgicos, pronunciaban la fórmula “Yo te toco, Dios de cure”, que decían de probada eficacia contra los lamparones. Otro saludador, aunque de familia más modesta que la de los Capetos, fue Gaspar de Blanca al que los caballeros veinticuatro de Jaén le dieron permiso, en 1631, para ejercer ya “que dice tener gracia de curar lamparones”.

viernes, 10 de noviembre de 2017

CORTIJOS



Por mucho que algunos digan lo contrario, hay cortijos en Andalucía desde los romanos. José María Blázquez afirma que los fundi, que bien podemos emparentar con los cortijos, comenzaron a proliferar a finales del siglo II, para adquirir plena importancia a partir del IV, aunque no sólo en Andalucía sino también en la Meseta donde eran, incluso, más ostentosos. En tiempos difíciles constituyeron enclaves autosuficientes, cercados de muros sólidos, para mejor resguardo de las bandas de merodeadores, y bajo el gobierno de terratenientes con mando en plaza, fuente de autoridad patriarcal sobre sus esclavos, colonos y libertos.



Cuando el Imperio Romano de Occidente se hundió, en el siglo V, sólo permaneció, en palabras de FW Walbank en su obra La pavorosa revolución, lo que estaba arraigado en la tierra: el cultivo de la viña, las antiguas fronteras, las murallas de las ciudades y los edificios. Yo añadiría que también los cortijos. Fueron los parientes pobres de los monasterios y de los castillos, la casa fuerte de las campiñas andaluzas tras cuyos muros se vivió el paso del mundo antiguo al medievo. Aunque las formas de propiedad de la tierra y su régimen jurídico hayan variado, se han mantenido a lo largo de los siglos.



 Pertenecieron a los optimates romanos, a linajes árabes de largas genealogías, a nobles y repobladores cristianos, a mayorazgos, a cabildos y abadengos, y a burgueses emprendedores, ya fuesen de rumbo o codiciosos, triunfantes a la sombra de las desamortizaciones. No deja de dar pena el estado ruinoso de muchos cortijos y, más aún, ver sus muros mancillados por pintarrajos de desaprensivos. Todo esto es consecuencia de un mundo sin afecto a lo antiguo, sin respeto al pasado.




Cortijo viene de corte, según Caro Baroja, del acusativo curticulum y lo asocia al término court de franceses ( e ingleses, añado yo). El cortijo es descrito, por tan eminente estudioso, en Los pueblos de España, como un conjunto de construcciones en torno a un gran patio o corralón. El patio da acceso a la viviendas del propietario, capataz, guardas o caseros y a partir de éste se distribuyen el resto de los anejos y dependencias.
 Para Higueras Arnal, en su olvidado y valioso libro El Alto Guadalquivir (1961) los cortijos de dicha comarca se dividen en varios tipos: simple, de dos cuerpos,  múltiple -compuesto por dos o tres cortijos simples- y el llamado cortijo señorial, de aire palaciego, obra en ocasiones de los siglos XVII y XVIII, aunque sus solares y cimientos pudiese ser de venerable antigüedad. En éstos cortijos, la casa del terrateniente está rigurosamente separada o diferenciada del resto de las viviendas o dependencias. En los de dos cuerpos, los graneros servían como dormitorio para los jornaleros en épocas de recolección. Las cuadras se dividían en dos tipos, las de invierno, orientadas al sur, y las de verano con una orientación norte.

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* Los bosquejos de los planos son del que esto escribe y se basan en la obra citada de Higueras Arnal.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

MUY PLAÑIDA DE TODOS LOS SUYOS



La muerte medieval se vivía como un camino de partida desde este valle de lágrimas, en el siglo XIX era un naufragio y ahora, desorientados y espantados, no sabemos muy bien qué pensar, y la hacemos invisible. Una parte de estas concepciones de la muerte quedan desveladas en las maneras de manifestar la tristeza y el duelo. Hasta el siglo XII prevaleció, en palabras de Phillipe Ariès, el duelo desmesurado. Después, esta actitud se moderó mediante una ritualización que exigía una puesta en escena, una expresión formal, visible y legible, sujeta a unos códigos y exigencias sociales. De aquí proceden los largos lutos vigentes hasta hace no demasiado tiempo. A pesar de todo, las manifestaciones de duelo de los tiempos altomedievales se conservaron, con desigual persistencia, hasta la irrupción de la modernidad e, incluso, después.

Los ejemplos tomados, entre otras fuentes, de las historias caballerescas pueden probar lo dicho. En La Muerte del Rey Arturo, escrita hacia 1230, aparece este monarca “lamentándose mucho, golpeándose con las dos manos” y exclamando que “ha vivido demasiado”. Era su reacción al conocer la muerte de dos caballeros de su corte, Gariete y Garrehet. Al ver el cadáver del primero, “hace el mayor duelo que se puede hacer: corre a él en plena carrera y lo abraza con fuerza. Vuelve a desmayarse, de forma que no hay noble que no tema que se les muera allí entre ellos”. Era tal el dolor del Rey que se desvaneció, una vez más, durante el tiempo que “se necesita para recorrer media legua”. Arturo se lamentaba: “¡Ay muerte, si tardáis más os consideraré muy lenta”. Similar fue el desconsuelo de Galván, hermano de Gariete, que descubre la desgracia avisado, en mala hora, por unos funestos presagios. Su pesar era tan intenso que no se podía mantener en pie pues “le falla el corazón y cae desmayado a tierra”. Estos vahídos que cabe considerar como ejemplares se daban, no lo olvidemos, en un mundo de guerreros bien oreados, familiarizados con la caza, la guerra y la muerte temprana, entre varones habituados a una dureza difícil de concebir en nuestros días. Tales muestras de dolor eran, por lo demás, generales y no sólo propias de reyes y nobles. Nuestro López de Ayala, en sus crónicas, registra la consternación producida por la muerte, en 1362, del Infante Don Alfonso, hijo de Pedro I El Cruel. Escribió: “fueron fechos por él muy grandes llantos en Sevilla e en todo el reyno e en Calatayud mucho más”. También dio cuenta de la muerte de Enrique de Trastámara, en 1379, que fue “muy plañida de todos los suyos”. 

Nadie comprendería ahora estos desmayos, golpes de pecho y llantos. No tanto por ser una muestra de debilidad como por constituir un espectáculo bochornoso propio de gentes sin clase, sin modales ni educación. Lo que ayer era reacción de príncipes hoy es objeto de la censura general. Y así en todo. Es digno de considerar, por lo demás, que esto ocurra en nuestro tiempo tan dado a la ostentación sentimental. Lo suyo, hoy, es que ante la muerte todo esté contenido y que ella pase a nuestro lado sin molestar ni avisar. El dolor, sin embargo, sigue ahí. Igual que en el siglo XII.
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*Las citas de La Muerte del Rey Arturo corresponden a la edición de Carlos Alvar, Alianza 1986.