domingo, 28 de enero de 2018

EL CÓLERA EN JAÉN (1834)


Las primeras noticias del cólera llegaron a Jaén cuando acababa el verano de 1833, en las últimas semanas del reinado de Fernando VII. La Junta Municipal de Sanidad y la Capitanía General de la que dependía la ciudad, tomaron las primeras medidas. Este sombrío panorama se agravó además por la severa crisis de subsistencias vivida en la provincia. Al malestar producido por el pan escaso y los pucheros vacíos se añadía además, ya metidos en 1834, el desasosiego por los continuos rumores de conspiraciones realistas y de la cercanía de partidas de esta obediencia. Pasaron las semanas y algunos de los peores presagios se hicieron realidad. En mayo de 1834 se detectaron los primeros casos de cólera en Jaén. Para evitar una oleada de pánico y quizás de alteraciones en la calle, el corregidor, don Vicente Girón, trató de quitar gravedad a las noticias, aunque se vio forzado a reconocer la existencia de casos de cólera en Andújar además de recomendar las habituales medidas preventivas. Pronto llegaron noticias de brotes de la enfermedad en Villanueva de la Reina, y en poblaciones granadinas como Torre Cardela, Gor y Montejícar. El 24 de junio, en un exceso de optimismo, las autoridades consideraron fuera de peligro a la ciudad. Pero no, el verano estuvo repleto de incertidumbres, funerales y zozobras. Según la prensa, entre el ocho y el diez de julio, hubo todavía 430 casos registrados en Jaén, además, de la existencia de otros más en Cambil, Ibros, Iznatoraf, Los Villares, Mengíbar, Valdepeñas y Villanueva de la Reina. En la villa de Jódar, los efectos del flagelo fueron especialmente rigurosos. A pesar de todo, se percibía un retroceso en la epidemia. Las explicaciones eran tan ingenuas como esperanzadoras. Así, el corregidor de Andújar afirmaba que “habiendo desaparecido las tormentas y despejado la atmósfera se había notado una estraordinaria mejoría en la salud pública”, al tiempo que daba unos cándidos consejos entre los que estaba sangrar a los pobres y derrotados dolientes “con vigor y valentía”. Durante aquel verano se suspendieron ferias y festejos, como ocurrió en Linares. Según don Antonio Carreras Velasco, murieron como consecuencia de la epidemia unas 800 personas, el 4,42 % de la población de la ciudad, incluidos cuatro prebendados del Cabildo Catedral. El 14 de septiembre se celebró en la Catedral una solemnísima acción de gracias por el cese de la epidemia y, con tal fin, se trasladó desde San Ildefonso la imagen de la Virgen de la Capilla al tiempo que se pronunció un voto a Nuestro Padre Jesús. De estos actos religiosos dio cumplida cuenta en sus estudios don Isidoro Lara Martín-Portugués.

martes, 23 de enero de 2018

DE UN ESTUDIO SOBRE GODOY Y SU TIEMPO

                                                                                
Gracias a la gentileza de doña María Álvarez de las Asturias, he podido leer la obra de José Luis Lindo Martínez, Acontecimientos bélicos sucedidos en el Real Sitio de Aranjuez (2017). Aunque aborda, y muy bien, distintos sucesos y hechos de armas relacionados con la Guerra de la Independencia, el núcleo de su estudio es Godoy y, en particular, su relación con el Motín de Aranjuez, considerado por el autor como un golpe de Estado. Que fue técnicamente eso, un golpe de Estado, parece fuera de toda duda ya que por medio de un acto de fuerza, al margen de las leyes vigentes y de los procedimientos establecidos, se forzó la abdicación de Carlos IV a favor del Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, de tan infausta y desastrada memoria. Un Estado, justo es reconocerlo, sumido ya en un proceso de descomposición, a pesar de la aparente fortaleza de unas instituciones que sostenían, todavía en tiempos de Godoy, una gran potencia. 

La lectura del libro de José Luis Lindo nos muestra la lamentable entrega y sumisión de los reyes a Napoleón. También a Murat. El mismo que, apenas dos meses más tarde, trató de ahogar en sangre la insurrección contra la invasión de una nación soberana y formalmente aliada de la potencia agresora. Escandaloso es también el episodio en el que Carlos IV y Doña María Luisa encarcelan a un individuo conocido como El Mahonés, que se presentó a los reyes con el fin de obtener fondos para financiar un levantamiento contra los franceses. No sabemos si el personaje era un agente inglés, un patriota o un pícaro -pedía ocho millones de reales- pero la actitud de los reyes y, en especial, la forma en que comunican la detención a Murat produce sonrojo a pesar de los mas de doscientos años transcurridos. La carta de Carlos IV a Napoleón, en la que le da cuenta de los sucesos de Aranjuez, está en la misma línea de servilismo y abyección, al manifestar su adhesión “con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío” o cuando declaraba: “yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte, la de la reina y la del Príncipe de la Paz”. Me pregunto si Napoleón, a pesar de estar acostumbrado a que tantos soberanos y príncipes europeos se arrodillasen ante él, no se sintió abrumado ante esta muestra de vasallaje. 

La posición de Godoy en las vísperas de la guerra, tampoco era brillante: vapuleado, desprestigiado y dependiente del amparo de los reyes que, a su vez, rogaban a Napoleón protección para él y para ellos. Es evidente en el libro una moderada reivindicación de Godoy, tanto en el ponderado prólogo del barón de Mascalbó, su descendiente directo, como en los planteamientos de José Luis Lindo. No fue un hombre cruel, si se le compara con la terrible galería de tiranos que han marcado el siglo XX. También es cierto que durante su mandato hubo iniciativas reformistas y modernizadoras que constituyeron los últimos intentos de aplicar un programa ilustrado cuyo final, y de esto no cabe culpar a Godoy, comenzó en 1789. Hubo un Godoy de aire prerregeneracionista que protegió a Moratín y a Meléndez Valdés pero que también, no lo olvidemos, confinó con absurdo rigor a Jovellanos entre 1801 y 1808. Poco se puede dudar, por lo demás, de su ambición, de su afán de riquezas y de su rápido ascenso político y social. Antes de los treinta años lo tenía todo sin mayores méritos que contar con el favor de unos reyes que estuvieron muy lejos de representar las mejores virtudes de la realeza. Tiene razón el barón de Mascalbó al resaltar su origen aristocrático. No era un advenedizo pero no bastaba con la simple hidalguía o con un título de Castilla, para regir las más altas tareas del Estado. Por su cuna, y sin formación letrada, Godoy habría sido un buen regidor en algún concejo de su Extremadura natal, o haber accedido a algún oficio de capa y espada o, de haberse expuesto a las asperezas y rigores de la guerra, que no faltaron ocasiones, podría haber hecho una buena carrera militar. Gobernar la Monarquía de España en tiempos de la Revolución y de Napoleón era demasiado para él. Godoy no era ni Floridablanca ni Pitt El Joven. Su política exterior fue desastrosa, sin sentido histórico, incapaz de vislumbrar que frente a la tradicional rivalidad de Inglaterra en ultramar, surgía, al otro lado de los Pirineos, un enemigo terrible que amenazaba la propia existencia de España como nación y que se fundamentaba en unos valores absolutamente distintos . En otro tiempo todo habría sido distinto para él. Es, en resumen, un momento apasionante y decisivo de nuestro pasado. José Luis Lindo cita una clarividente reflexión de Godoy: el 29 de marzo de 1808  escribió a Napoleón y le dijo en tono realista y sombrío:

 “no creáis que vais a batiros con una nación desarmada, ni que os bastará hacer alarde de tropas para someter la España…la aristocracia y el clero son sus dueños; si llegan a temer que se tocan a sus privilegios y a su existencia, promoverían levantamientos en masa que podrían eternizar la guerra. La España tiene más de cien mil hombres sobre las armas, más de los que necesita para sostener con ventaja una guerra interior”.  
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*Ilustración: Biblioteca Nacional de España, Creative Commons. 



jueves, 11 de enero de 2018

NAUFRAGIOS



ºGrabado: BNE CC.

“Un barco es la forma simbólica más alta que existe del orden humano. Si este orden se quiebra aparece el hombre en su estado natural, las formas más frenéticas de egoísmo y de la realidad humana. Los naufragios han contribuido mucho al conocimiento del hombre, mucho más que todas las cátedras y laboratorios de psicología humana”.

(Josep Pla, Destino, enero de 1964.)

domingo, 7 de enero de 2018

RELOJES DE ARENA


Fueron inseparables del Barroco junto con las calaveras y las tibias. Según Ernst Jünger, rivalizaron durante siglos con los relojes mecánicos, no sólo por cuestiones tecnicas sino por que representaban distintas concepciones del tiempo, de la vida y de la muerte. En la España del siglo XVII, e imagino que en toda Europa, los vendían los merceros y a precios relativamente moderados lo que demuestra su uso generalizado. En la época de Lope de Vega era posible adquirir un reloj de arena, montado en latón, por dos reales. Los bolsillos más modestos, también los austeros y los tacaños, podían comprarlos con guarnición de madera por un real y medio. Después, se contaba con todo el tiempo del mundo para darles una y otra vuelta.